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LA CRÓNICA

Balada del 7º A

Hay momentos en que el silencio es tan insoportablemente ruidoso que no soy capaz de hacer otra cosa que acostarme en la cama, incluso vestido, con zapatos y todo, estirar las mantas hacia arriba, taparme la cabeza con la almohada y apretarme las orejas con las manos hasta dejar de oírlo. Entonces comienzo a darme cuenta del latir de mi sangre en las sienes, bum bum bum, mecánico, pausado, indiferente a mí, da la impresión de que el propio cuerpo no me pertenece, soy sólo estas palmas que intentan impedir el silencio y cerrando los ojos paso a formar parte de la noche. La chica del apartamento de al lado, que también vive sola y a veces me la encuentro en el ascensor saludándome con los ojos bajos, ¿sentirá lo mismo que yo? De vez en cuando recibe la visita de un hombre y discuten cuchicheando. El otro día, a través de la pared, la sorprendí pidiendo

Cerrando los ojos paso a formar parte de la noche

-Por favor, por favor

después el sonidito agudo de una taza que se rompe, y después nada a no ser el hombre marchándose porque la puerta se abrió y se cerró y distinguí unos pasos que casi corrían.

A través del revoque y de los ladrillos me dio la impresión de que la chica lloraba. Tal vez me equivoqué: se quedó frente a la puerta pasándose los dedos por la cara para componer sus facciones. Existen algunas cosas que podemos enderezar con un gesto. Los domingos no, y es de los domingos de lo que se trata cuando, después del almuerzo, las horas se arrastran sin fin, las agujas no cambian en la esfera del reloj, ninguna llamada telefónica nos salva de nosotros mismos y ahí nos quedamos, en la sala, preguntando por qué. ¿Por qué qué? No lo sabemos. Sólo preguntando por qué.

Si reflexiono un poco, no tengo motivos de queja en mi vida. El trabajo, el coche, mi madre aún, pobre, rodeada de fotografías, regando las plantas en el lugar donde pasé mi infancia y donde murió mi padre, tan discreto y callado, sin molestar a nadie, se instalaba en el borde de los asientos como las personas en las sillas de napa, con una mesa de revistas al medio, a la espera de que la cabeza de la secretaria del médico anunciase

-Entre, por favor

y entonces se levantan con los sobres de los análisis, exhibiéndolos por delante, a la manera de credenciales diplomáticas, con una mezcla de esperanza y de miedo. Con la misma mezcla de esperanza y de miedo

(¿qué esperanza, qué miedo?)

que dominaba a mi padre y que él, si intuía que lo observábamos, intentaba, desmadejado, envolver con una sonrisa. Mal, porque un asomo de esperanza y de miedo, principalmente de miedo, brotaba siempre de la comisura de los labios. ¿Quién me asegura que no se apretaba también las orejas con las manos?

Ahora comienza a oscurecer. Los automóviles encienden sus faros, ahí están las farolas de la calle, el escaparate de la tienda de ropa centellea. ¿Qué hará en este momento la chica del apartamento de al lado? Tal vez apoya la frente en la ventana, aprovecha para planchar la ropa de la semana, tal vez

-Por favor, por favor

espera que el hombre la visite. Un hombre de mi edad

(lo comprobé por la mirilla)

arreglándose el pelo con la palma, preocupado por la corbata, los zapatos, frotando tres veces cada suela en el felpudo y ella, invisible, susurrando

-Deprisa

o si no ella un brazo que lo tira de la chaqueta, la manga de una blusa nueva que no conozco, una pulsera que no usa en el ascensor, las uñas pintadas a propósito en las que el hombre ni se fija. Baja las persianas con un ruido de costillas que se amontonan, pone una canción cualquiera en el equipo

-Nuestra música, ¿te acuerdas?

espera en el sofá acomodándose la falda y el escote, con una risita tensa. No creo que hiciese lo mismo por mí: como siempre que me encuentra se queda con los ojos bajos sin tener idea de cómo soy de las rodillas para arriba. Cuando llegamos al cero, se escabulle de lado evitando rozar mi sombra. Su coche, viejísimo, produce un ruido de lavadora en agonía, atropellando ropa antigua a sacudidas. Lleva el almuerzo en una caja de plástico

(una caja de plástico y una manzana)

dentro de una bolsita de supermercado, comprueba el correo en el buzón con una llavecita minúscula: que yo sepa no le envían cartas.

Fuera, más allá de mi almohada y de mis mantas, seguro que el ruido del silencio continúa. No hago ademán de levantarme de la cama. Ni de cenar. A lo sumo, si tocaran el timbre y estuviese seguro de que es la chica, atendería. Éste es el 7º A, ella vive en el 7º B, también están el 7º C y el 7º D. El 7º D tiene desde hace meses una bicicleta de niño en el rellano, de esas con dos rueditas pequeñas que sirven para equilibrarla. Si el matrimonio del 7º D observase por la mirilla, sorprendería a la chica frotando tres veces cada suela en el felpudo, yo, invisible, susurrando

-Deprisa

yo un brazo que la tira de la manga de la blusa nueva y las uñas pintadas a propósito, yo envolviendo, con la sonrisa que heredé de mi padre, una mezcla de esperanza y de miedo que tal vez ella consiga entender.

Traducción de Mario Merlino.

SILJA GÖTZ

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