La tribu
El periodismo parece estar proscrito como destino. Una reciente encuesta publicada por el CIS la señala como una de las profesiones menos valoradas en nuestro país. Los padres españoles no quieren que sus retoños acaben engrosando las filas de esta tribu y, tal como se están poniendo las cosas en el mundo, no es algo que se les pueda reprochar, aunque hay otras profesiones, por ejemplo la de camarero, cuya esperanza de vida es casi igual de baja que la de corresponsal de guerra. Por lo visto estar todo el día de pie, sirviendo pinchos de tortilla en una terraza de Benidorm puede llegar a ser tan estresante como intentar trasmitir una crónica desde Beirut, lloviendo hierro.
Este criterio de los padres no se corresponde con la opinión de los adolescentes, para quienes las facultades de Ciencia de la Información siguen figurando entre las más solicitadas. Y es que hay una edad en la que se aprende a amar el mito. En todas las películas de serie negra el periodista es un hombre de acción, irónico hasta el sarcasmo, descreído, de aspecto pétreo y algo cansado, al que llegado el momento, jamás le falta el reprise necesario para darle la vuelta a una situación. Es comprensible que esta agilidad, unida a cierto romanticismo, eleven al periodista a la categoría de héroe ante los ojos de cualquier chaval vulnerable que empieza a darse cuenta que la vida es una conspiración solitaria.
Uno empieza la carrera soñando con grandes reportajes al estilo de Robert Redford y Dustin Hoffman en Todos los hombres del Presidente y acaba teniendo que tragarse entera una rueda de prensa de Zaplana. Pero así es la vida. Entre el idealismo cinematográfico que forja una vocación y la práctica de cada día media la misma distancia que entre el amor y el matrimonio. Prueba de ello es el chiste clásico que circula en todas las redacciones: No le digas a mi padre que soy periodista, prefiero que siga pensando que toco el piano en un burdel. Probablemente esta profesión se ha ganado a pulso una pésima reputación. Ahí están los programas basura, la invasión de la intimidad ajena, el dar carnaza a los carroñeros del odio que se refugian en un patrioterismo de tres al cuarto.
En el otro lado de la balanza, en medio de ciudades calcinadas y entre los escombros de Bagdad o Beirut hay unos tipos que disparan sus cámaras o toman notas y nos devuelven con sus crónicas el espejo quebrado de la actualidad. No son héroes ni siquiera tipos valientes, sino hombres y mujeres normales que pagan una hipoteca y tienen frío o calor, opiniones y sentimientos y que también odian a veces su trabajo. Pero llegado el caso están dispuestos a hacer de tripas corazón, porque en eso consiste el oficio, para que nosotros podamos saber cómo ha amanecido el mundo mientras saboreamos el café del desayuno en una terraza de verano, frente al mar. Cuando el lodo de todas las guerras se solidifique en el humus de la Historia y el mundo esté de nuevo dispuesto a perder su rostro, quedarán esas palabras que fueron escritas muchas veces a contradiós, junto a un charco de sangre. Pero entonces ya no serán noticias, sino poemas de la fatalidad. Y uno acabará leyendo las páginas de los periódicos como tragedias de Shakespeare. Feliz verano.
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