Vivir con la muerte a cuestas
Una terapia de grupo enseña a un conjunto de mujeres cómo enfrentarse a los fallecimientos de los seres queridos
Las nueve mujeres van entrando en la sala que ha prestado el Ayuntamiento de Guadarrama (Madrid) y sentándose en sillas que describen una U enfrente de María Ángeles Cañadas, la psicóloga. Por los amplios ventanales de la casa de cultura entran la luz y el verano. Dan su permiso para que una periodista escuche sus amargos relatos de muerte y duelo, en una terapia de grupo que les sirve para ahuyentar sus miedos, su culpabilidad y su dolor.
Tienen razones sobradas para estar allí; casi todas llevan pañuelos de papel en la mano. Los necesitarán. El silencio viudo que inicia la sesión se espanta con frases recurrentes.
-¿Qué tal estás? -la pregunta vale para cualquiera.
-A días y a ratos. A días y a ratos -repite con resignación la mujer de la voz de tabaco.
"He tomado sola las decisiones importantes: que le dieran morfina, que no le amputaran la pierna, que muriera dignamente mi madre"
Entre los relatos hay muertes presentidas largos años, accidentes que cambian la vida en un par de horas...
La intervención cálida de María Ángeles Cañadas va deshaciendo el pudor y la mujer prosigue la historia donde la dejó el martes anterior.
-Mi hijo se casa y su padre no va a estar. Eso te lo remueve todo. Y encima se casa por la Iglesia. Pero bueno, es su decisión, lo hace por su padre, que era creyente. No sé de dónde voy a sacar fuerzas para no amargar ese día a mi hijo...
Ella no es creyente, y el vacío de la muerte lo vive de distinta forma. "Mi marido y yo éramos muy diferentes, antagónicos; menudas broncas por la política en cuanto sonaba la música del Telediario. Pero teníamos una relación perfecta, hasta el último día. Luchó contra el cáncer con todas sus fuerzas; yo me jubilé para disfrutar a su lado. Ya ves... 'Vaya jubilación que te estoy dando, nena', me decía a todas horas".
Las terribles últimas semanas ocurrieron hace seis meses, pero a la mujer de la voz de tabaco no se le secan las lágrimas y sus verbos se empeñan en sonar en presente. "Yo lo que quiero es verle aparecer por ahí", levanta la voz y señala la puerta con la cabeza. El llanto ahogado ya no la abandonará hasta el final de la sesión.
Entre los relatos hay muertes presentidas largos años, accidentes que cambian la vida en un par de horas, familias que se han ido desintegrando un entierro tras otro, divorcios nunca superados... La concejalía de la Mujer de Guadarrama ha decidido prestar ayuda a estas mujeres para que elaboren sus miedos, su soledad, su tristeza. Y cada martes entran en las dependencias municipales apretando los pañuelos de papel.
La chica que parece más serena mira su duelo ya lejano. Tiene los recuerdos en paz. Es capaz de reírse con su hija de aquellas bromas del marido que perdió la vida en un accidente de tráfico con algunos puntos oscuros. Tenía 28 años cuando ocurrió aquello y ya estaba acostumbrada a la muerte, porque su madre no pudo esperar a ver nacer a su nieta.
-Yo le daba ánimos para que aguantara hasta el parto de la niña, pero me decía que no iba a llegar, y me pedía las ecografías para verla. Y yo se las llevaba, con naturalidad. Ahora mi vida ha cambiado. Nadie me va a compensar, pero me quedo con lo bueno.
Ha pasado casi una hora, y de las nueve mujeres, algunas aún no han hablado. Saldrán como entraron. Pero la joven del vestido azul que miraba todo el rato con los ojos enormes y empantanados se arranca por fin para decirles la envidia que despiertan en ella los buenos recuerdos que lloran sus compañeras. Ella sólo tiene en la cabeza el día en que su padre decidió no vivir más y "la notita" con reproches que dejó... "Ya sabíamos que esto iba a ocurrir, porque lo intentó más veces, pero ¿por qué nos dejó esa notita, el cabrón? No me pidáis que saque lo bueno. ¿De dónde lo voy a sacar?". Si mira con ojos de niña, ve la violencia que soportaron su madre, sus hermanos y ella misma. A veces por un simple bolígrafo que desapareció de una caja. "Tampoco me sale querer a mi madre, ella sabrá lo que ha hecho".
-No tienes por qué querer a tu madre, ni por qué ir a verla. No hay por qué querer a las madres sólo porque lo sean -le dice una compañera.
Una de las voces arranca a hablar. Son tantos los entierros en su familia que bien podría haber perdido la cuenta. Habla con energía y rabia: "Se puede recordar lo bueno, pero tampoco hay que olvidar que muchos de ellos también tuvieron sus cosas, no todo era bueno: yo no he ido de vacaciones, ni a la playa". Puede echar la vista muchos años atrás, más de una década, sin que la tragedia se alejara de la casa. Una de las compañeras se levanta y la abraza.
Son legión las mujeres que podrían llamar a las puertas del Estado de bienestar y reclamar su parte. La que entregaron día tras día cuidando a sus mayores sin ayuda y sin que nadie les enseñara. Las que podrían plantarse y pedir las noches robadas a la familia rumiando recuerdos al lado de una cama. Son un ejército las que aguantaron el mal genio de un enfermo que de un manotazo desparramaba las pastillas por el suelo, que rechazaba con asco el plato de comida y después miraba con el gesto torcido a su cuidadora como se desprecia al guardián de una cárcel.
La soledad y la culpa
La mujer que retuerce un pañuelo en cada mano cruzó con su padre duros reproches, fresco todavía el recuerdo del hermano muerto, y un día, agotada, vio morir al anciano y se instaló en ella la soledad y la culpa. Una depresión que se alarga más allá del luto es todavía tabú en muchos pueblos. "Me enfado y protesto por nada". La voz se le estrecha: "No quiero ser una abuela arisca".
-Yo me veo en ti. Y tú no te has perdonado -interviene una compañera-. Yo cuidaba a mi madre y estaba cansada, cansada, le he dicho muchas cosas, pero he sido capaz de perdonarme. Dormía tres horas, y perfecta no soy.
La psicóloga le recuerda que su soledad era elegida, y la mujer asiente.
-No dejé que nadie se quedara con ella en el hospital. La cuidé desde que murió mi padre. Yo, que monto un consejo de familia para ver si me corto el pelo o no, he tomado sola las decisiones importantes: que le pusieran morfina, que no le amputaran la pierna, que no la alimentaran con sonda; quería que muriera dignamente. He tardado nueve meses en quitar de la casa la ropa de mi madre.
La sesión termina. Se verán el martes siguiente. Son mujeres que se atreven a señalar a quien debió morir en lugar del otro; que consiguen reinventar sus vidas, que tienen el coraje de seguir queriendo entre odios, que no les importaría dar sus nombres para este reportaje si eso fuera necesario.
La duración del duelo
ES IMPOSIBLE DETERMINAR con exactitud el tiempo exacto que le lleva a una persona dejar atrás el dolor y retomar una vida normal, lo que los especialistas llaman "elaborar el duelo". "Ronda alrededor de un año, pero dos años tampoco es demasiado en algunos casos, porque hay duelos complicados que dependen de la relación que se mantenía con el fallecido, o aquellos en los que se lloran pérdidas múltiples o acumuladas; también influye si la muerte fue natural o accidental, suicidio u homicidio", resume la psicóloga experta en desarrollo emocional María Ángeles Cañadas.
"El duelo acaba", continúa Cañadas, "cuando la persona ya no necesita reactivar el recuerdo de la pérdida del ser querido con una intensidad exagerada en la vida diaria, cuando se recupera el sentido de la vida y uno se siente esperanzado y capaz de experimentar gratificación de nuevo".
También se puede elaborar el duelo por anticipado, para ayudar a encajar una muerte inminente. "Y en los divorcios, porque, aunque el divorcio acaba con las relaciones conyugales, sexuales y sociales, no disuelve las ataduras emocionales y es muy común que este dolor, que incluye a los hijos, se convierta en una traba que impida vivir plenamente, afectando de manera negativa las relaciones futuras", explica Cañadas.
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