Lo juro por mi padre
HAY INTELECTUALES, artistas, escritores, funambulistas y toreros que dicen no dormir con la que está cayendo en el mundo. No lo crean. Uno duerme a pierna suelta mientras las bombas no le caigan encima. No porque seamos inhumanos, sino precisamente porque somos humanos y tenemos la capacidad de olvidar para vivir. Hay intelectuales, poetas, charlatanes y contertulios que afirman sufrir como en carne propia el dolor de otros. No lo crean. Como el médico que trasplanta un hígado por la mañana y a mediodía se pide en el restaurante higadillos-plancha, nosotros debemos, por nuestra humanísima condición, dibujar una raya entre la intensidad del dolor ajeno y el propio. Hay intelectuales, columnistas, voceros, visionarios y sectarios de todo pelaje que gritan como si las bombas estuvieran a punto de lloverles sobre la cabeza. Y no. Su ira está provocada por asuntos internos más que por esa palabra de uso fácil que es la solidaridad. ¿Soy solidaria yo esta calurosa mañana en la espectacular y refrigerada biblioteca de Middlebury College,Vermont? ¿Soy solidaria aunque sienta el cosquilleo de felicidad que proporciona el saberse protegido en un lugar donde la gente se concentra en sus estudios o sus tesis? ¿Soy solidaria si digo que siento el cobijo de la tranquilidad y que no puedo imaginar cómo sería vivir amenazado? Para mí es precisamente ser consciente de la distancia entre estar placenteramente leyendo el periódico y el horror diario al que se ven sometidos muchos inocentes, ser consciente de esta lejanía, lo que da la medida exacta del respeto hacia el dolor. Por favor, tengamos cuidado con los golpes de pecho. Aquí estoy, en este Middlebury College que tanta paz, ¡y felicidad, sí!, proporcionó a la cultura del exilio, y donde se encuentra una de las escuelas de español prestigiosísimas. Imposible hablar inglés. Uno avanza por los grandes espacios de hierba del campus, benditos prados que nunca hay que regar porque los riega el cielo, y aparte de la tarea de esquivar unos insectos de tamaño kingkongnesco que vuelan directamente hacia tu cara para tumbarte en el suelo y derrotarte con un picotazo criminal, uno pasa el tiempo saludando jóvenes, con evidente pinta americana (chancla y bermudas es el uniforme nacional del verano), que se afanan en que su español suene natural, imitando el acento, poniéndose a prueba. Todo estudiante que te cruzas está preso de un Juramento de Honor. Lo juro (y lo flipo). De la misma forma que en algunas universidades los estudiantes juran que no van a copiar en los exámenes (¡y no lo hacen!), en la escuela de Middlebury juran que no pronunciarán palabra en inglés. Lo que puede ser un acicate para los alumnos aventajados se convierte en pesadilla para los que están en el nivel uno, que pasan casi un mes señalando las cosas con el dedo. Se dan casos de estudiantes que cuando llaman a sus casas hablan con la señora de la limpieza, que es latinoamericana, en vez de con sus padres. La fidelidad a un juramento es algo que a los españoles no nos cabe en la cabeza. Ni a los argentinos. Ni a los italianos. Decía Claudio Magris que igual que dentro de las obligaciones del prisionero está la de fugarse, en los deberes del estudiante está el de copiar. Pero en América se cree en el juramento. Probablemente una de las cosas que se veía peor de las aventurillas de Clinton era que hubiera mentido sobre su veracidad más que el hecho de haberlas perpetrado. Siempre que en España alguien te dice que jura por sus hijos, tú piensas: ay, ay, ay. Pero nadie se llama a engaño, hay en nosotros un cinismo latente: mentir siempre y cuando no se haga daño a nadie pertenece a nuestra lista de derechos fundamentales. Ahora pienso en mí como la niña que copiaba, la niña que copiaba esquemas en su pierna, que cosía temas enteros en la falda; que copiaba a la de al lado, al de delante; que soplaba, que se presentaba a los exámenes como a una partida de póquer. A día de hoy puedo afirmar y afirmo que copiar era muy bueno. Yo aprendí mucho copiando. Copia un temazo de historia en una chuleta diminuta y te aseguro que algo queda. Por eso quisiera agradecer a todos aquellos profesores que, adelantados a su época, hicieron conmigo la vista gorda. Digo adelantados, visionarios, porque seguro que muchos de los profesores de hoy firmarían porque toda la falta que cometiera un estudiante, de disciplina y de estudio, fuera la de copiar. En la escuela de copistas había un interés, un gusto por el oficio y un amor por el riesgo. No quisiera que este artículo quedara como una defensa del escepticismo español por los juramentos. Para nada. Pienso que igual que los genetistas han mejorado el producto hortícola y hay tomates sin acidez, ajos que no dan mal aliento y judías que no provocan gases, bien podrían emprender la tarea de mezclar a un americano/a con un español/a. Al ingenuo nunca le viene mal un poco de retranca y al listillo no le sobra la inocencia. Eso se piensa muchas veces cuando se entra y se sale de España. Uno, como dice Javier Marías (¡felicidades!), echa de menos lo bueno y es consciente de lo malo (que lo hay). Es cierto que seríamos incapaces de someternos a un juramento como estos chicos que me rodean, pero la realidad es que ellos se tiran a la piscina y, sin sentido del ridículo, imitan nuestro acento, algo que a los españoles nos da una vergüenza patológica. No somos torpes para los idiomas, somos demasiado listillos. Pienso estas cosas en este templo libresco de Middlebury, saltando por encima de tantas inquietudes que provoca el mundo hoy y sobre las que tal vez debiera escribir. Pero procuro ser fiel a un juramento: escribir sobre aquello que no escriben los otros. Me sale la vena española y no siempre lo cumplo.
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