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FUERA DE CASA
Columna
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Ayala, en Granada

Otra semana ayaleando. Paseando por la ciudad que vio nacer a Francisco Ayala. Por una Granada hermosa y tórrida. Una ciudad en construcción, como Madrid, pero con Alhambra. Una ciudad amable que, una vez más, recuerda a uno de sus más destacados hijos. Allí comenzaron sus primeros pasos por la tierra. Allí hizo su bachiller -"uno es de donde hace el bachiller", decía su amigo Max Aub-, regular estudiante del mismo Instituto en que estudiara Federico García Lorca. Además de dedicarle un congreso internacional, de ponerle placa en el Albaicín de su adolescencia, al escritor centenario le regalaron su expediente académico. No fue un estudiante especialmente brillante -como tampoco lo fue, por ejemplo, el poeta Rafael Alberti-, cosa que al escritor no parece importarle demasiado. "Mi expediente es una buena demostración de que no es necesario ser brillante para llegar a centenario. Lo recuerdo para consuelo de muchos".

Ayala mantiene su buen humor. Su buen apetito, su saber beber y su curiosidad por tantas cosas. Fue un cinéfilo de primera hora, lo recordó Román Gubern, aunque ahora ya sólo ve el cine en casa. Lo mismo que hacen tantos jóvenes, o no tan jóvenes, para gran enfado de empeñados exhibidores como Enrique González Macho, nuestro hombre de los Renoir. Un empeñado en sacarnos de casa que sigue programando algunas de las joyas del cine europeo de hace veinte años a un euro. Gracias por la excusa. Y el cine.

A la generación de Ayala también la llamaron "la generación del cine y los deportes". Da igual que Ayala apenas practicara, y con moderación, eso sí, el billar.

Subiendo cuestas, haciendo deporte, nos acercamos al Hospital Real. Estaban terminando de montar la magnífica exposición sobre el siglo de Ayala. La misma que en otoño viajará a la Biblioteca Nacional de Madrid. Era 18 de julio y la única sublevación era la de la temperatura. Tomamos nuestra colina, pasamos bajo aquellos yugos y flechas de los católicos reyes que siguen en la puerta del histórico edificio. Nos pareció que felizmente ya habían perdido el significado que tanto nos había pesado en años franquistas. Recordamos otra tarde y en aquel hospital. Una ya muy lejana tarde de junio de hace treinta años. Éramos progres y lorquianos. Nos habían hecho terminar la fiesta en Fuentevaqueros con argumentos a caballo. Al caer la tarde nos refugiamos en el viejo hospital y, con la vigilancia de los grises de antaño, cantamos algunos himnos de la época. Por allí pasó el roquero Miguel Ríos y por allí cantaba el entonces melenudo y principiante Carlos Cano. Entre aquel público de jóvenes rebeldes, seguramente estaba el funcionario y escritor por descubrir Antonio Muñoz Molina. Y a su lado, una pandilla que hoy sigue siendo referencia de la ciudad: el pintor Juan Vida, el poeta Luis García Montero, el inquieto Mariano Maresca, el culto Andrés Soria y las jóvenes sobrinas García Lorca. Ninguna nostalgia por aquellos años de tantas carreras. La celebración terminó y salimos escapados en nuestro seiscientos de entonces. Hemos cambiado de canciones, de películas, de libros, de pinturas y coches.

A los vanguardistas de los años jóvenes de Ayala les gustaban los automóviles y la velocidad. En el primer coche de Ayala bajó de la sierra de Guadarrama a don Fernando de los Ríos. Una bajada a toda velocidad y sin marchas. El profesor socialista nunca se enteró de que aquella excesiva velocidad del joven conductor no era otra cosa que su impericia de novato. Se recuerda en el catálogo de la exposición la conversación que sobre los coches tuvieron Ramón Gómez de la Serna y Ortega y Gasset. Decía el filósofo madrileño: "Todo europeo tiene el deber de tener automóvil, y si no, justificar por qué no lo tiene... y especialmente el escritor. El escritor necesita el automóvil porque todo escritor padece un desarreglo circulatorio y sus vísceras se cargan de sangre... Hay que llevar la sangre a la periferia, y eso sólo se logra con la ducha de viento y la energética que se adosa a la piel en la carrera". Cosas de nuestros modernos filósofos.

Con Luis Alberto de Cuenca, recuperado para la poesía y no deseando volver a oficios políticos, que también ayaleaba en Granada, recordamos uno de los grandes cuadros de nuestra pintura con automóvil, ese magnífico Accidente que el pintor falangista y vanguardista Alfonso Ponce de León pintó poco antes de ser fusilado en el Madrid republicano. Ponce de León, un exaltado y excelente pintor, también estaba representado en la exposición del centenario de Ayala, con esa portada y dibujo para su libro Cazador en el alba. Como la exposición estaba en montaje, De Cuenca y yo jugamos al imaginario robo de algunos de sus cuadros. De Cuenca, después de algunas dudas, se decidió por robar el elegante, moderno y andrógino retrato que de Laura de los Ríos pintó José Moreno Villa. Sin dudarlo un instante, yo me decidí por una maravillosa acuarela de George Grosz, llamada Crepúsculo. Con estos delitos imaginarios abandonamos la exposición llena de curiosidades y de obras de arte del siglo de Ayala, nuestro siglo. El robo no pudo ser. La exposición sigue intacta. Cuando venga a Madrid lo seguiremos intentando.

Francisco Ayala.
Francisco Ayala.

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