El síntoma Materazzi
El insulto no deja huella en el rostro, pero se aloja en el alma como una humedad pegajosa. Un día la humedad explota. Esa humedad aloja un bagaje genético que se sucede de tatarabuelos a nietos, y a veces se resuelve como un resplandor que deja secos a los que hacen la historia.
El otro día nos aprestábamos a conmemorar la felicidad de haber visto jugar a Zidane, y de pronto éste le pegó un cabezazo a un contrario. Y fue la de Dios. Es decir, aquel caballero había acelerado su caballo, y había disgustado a los que piensan que es mejor aguantar que reaccionar; el papel de Zidane -así se dijo- era el de aguantar.
Luego Zidane pidió disculpas, en su país le declararon héroe -"es usted un hombre de valor", le dijo su presidente- y la tormenta pareció amainar, y amainará seguramente después del careo al que la FIFA ha pretendido llevarle. ¿Careo? El careo fue en el campo; todos lo vimos; ahora la FIFA los ha condenado a los dos, pero no puede llegar al fondo del problema.
El fondo del problema lleva hirviendo durante siglos y se aloja dentro de la capacidad de humillación que saben usar los que insultan. Materazzi usó el reloj del insulto con una precisión ladina: cuando más cansado estaba el contrario, que había fallado un cabezazo -este sí, contra el poste- y había sufrido una lesión que parecía dejarle fuera de combate. En esas circunstancias la genética del italiano sabía muy bien qué le podía doler más al argelino (de origen), y fue a su mismo origen, a hurgarlo, a levantar la tapia de una humillación antigua: la de afrentar a la familia. Acaso Zidane no lo sufrió, ni en su infancia, pero es posible que en su memoria más ancestral ese insulto haya sonado mucho más potente que un arañazo. Y surgió de él ese resplandor negativo, el cabezazo.
El insulto va haciendo su trabajo, hasta que cualquier contingencia convierte la reacción pospuesta en una venganza extemporánea, caliente, casi impúdica, e irracional. Luego el que ha insultado como quien pega sin ser visto señala con el dedo: "¡Me ha pegado, me ha pegado!". Y no sólo eso: la sociedad se escandaliza, y el que ha levantado la mano, cuando pudo haber levantado la voz, pasa a la historia como un vengativo que no ha tenido la caballerosidad suficiente como para haber aguantado sin rechistar la lluvia fina de los insultos de su contrario.
Lo que sucedió en Berlín cuando se produjo el famoso cabezazo de Zidane a su oponente Materazzi no es una simple venganza extemporánea, o infantil, después de un cúmulo de insultos del estilo de los que se producen en los campos de fútbol. Impunemente, los aficionados y los futbolistas la toman con la madre del árbitro, o del jugador rival -"¡Luis Enrique, tu padre es Amunike!"-, sin que las federaciones, los críticos o los directivos hagan otra cosa que sonreír las gracias como si eso formara parte de la vida y del espectáculo. Cuando Eto'o dejó -o quiso dejar- el campo del Zaragoza porque le hacían los gritos del mono, el futbolista recibió más reprimendas que los aficionados, y todavía no se conoce que se hayan tomado las represalias de reglamento contra los que deben cuidar las salidas de tono del graderío.
Cuando Zidane dejó el campo helado, y él mismo se fue como un héroe equivocado, mirando de reojo la copa que ya no iba a alzar en ningún caso, se quedó flotando una imagen legendaria, la del extranjero en la obra de Albert Camus, evocada aquí, para hablar de lo de Zidane por Lluís Bassets: sumido en la vergüenza, o en la humedad, del sol fastidioso de la tarde, hostigado por una riña que se le antojaba absurda, aquel hombre que olvidaría incluso el día de la muerte de su madre arremetió contra su oponente...
La historia terrible que siguió a esa humedad alocada del sol fue resumida por Camus en una de las más bellas descripciones literarias del desastre: "Comprendí entonces que había roto la armonía del día, el silencio excepcional de una playa en la que fui feliz".
La cantidad de escritura que ha propiciado este acontecimiento extraño protagonizado por Zidane tiene su origen en varias extrañezas, la principal de las cuales comienza con esta pregunta: ¿Cómo pudo hacer eso Zidane? La capacidad de irritación que consiguen los irritantes es infinita, pero el irritante es luego el que levanta el dedo: "¡Que me está limitando mi libertad!".
En los principios de los noventa, cuando Luis María Anson y otros periodistas iniciaron una conspiración para devolver el poder a la derecha -a la que luego le reclamaron el pago de los servicios prestados-, cualquier voz en contra era señalada: "¡Están atacando nuestra libertad de expresión!". Se puso en boga la capacidad de insultar como una de las artes de la libertad, y el reguero de pólvora húmeda que generó esa simpleza desvergonzada siguió hasta hoy, y de nuevo arrecia.
El otro día un juez español señaló en una sentencia -contraria al periodista que las profirió, menos mal- la cantidad de insultos proferidos desde la emisora episcopal contra un medio de comunicación cuyo modo de proceder no gusta al autor de los improperios. La lista circuló en algunos medios -uno de ellos no sólo publicó esa lista, sino que se permitió añadir lo que el juez dijo que tampoco se podía decir: el número al que debían dirigirse los que quisieran anular la suscripción que tuvieran con el medio vilipendiado...-.
Ésa es una lista instructiva sobre lo que nadie debería decir del otro. Sobre ella no se ha pronunciado -cómo iba a hacerlo, no lo ha hecho nunca, no lo hará- la Asociación de la Prensa ni ningún otro organismo encargado de velar por que los periodistas no crean que todo el monte es orégano y que insultar no sólo es mala educación sino que no es periodismo... Estos materazzi de los medios que son capaces de decir de otros incompetente, lamentable, irresponsable, traidor infecto, repugnante, falso, calumniador, basura, abyecto..., y no sigo copiando porque a los dedos también les repugna la pulsación del teclado, se han hecho la orla de los verdaderos depositarios de la libertad de expresión. La altura a la que han llegado es inversamente proporcional a la dignidad que desprenden.
La FIFA ha llamado a un careo a Materazzi. Aquí, en el periodismo, no hay FIFA, pero hay muchos materazzi que disfrutan de la impunidad del insulto, y cuando alguien los reconviene, simplemente llevándolos al juzgado, levantan el dedo y gritan otros insultos, reproducen aquellos que se les prohíben y señalan al insultado: "¡Me quiere amordazar!".
Libertad de expresión, cuántos crímenes en tu nombre. Y cuánta impunidad asiste al que insulta, hiere, reconviene y ensucia.
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