Al sol de Puig Castellar
Hace calor. Son días de altas temperaturas, tremendo bochorno que el que goza de salud afronta animosamente, pero el menor inconveniente o contratiempo inesperado, como por ejemplo un atasco en el tráfico, puede hacer que sienta el alma como un lastre insoportable. Entre nuestros conciudadanos, los más afortunados son los oficinistas que pasan la jornada laboral con aire acondicionado, y a la salida del despacho hacen una etapa de una hora o dos en el bar climatizado, donde el camarero les sirve analgésicos líquidos en vasos tintineantes, y de allí van directos a dormir, y así hasta mañana y vuelta a empezar hasta que pase la ola de calor, sin enterarse. Miles de ciudadanos, cada uno por su cuenta, han tomado la decisión de que el verano que viene, sin falta, instalarán en casa un aparato de aire acondicionado, como ya lo decidieron el año anterior. Los enfermos no lo pasan bien; se levantan a medianoche, empapados en sudor; ideas extrañas acuden a su mente; desde el dormitorio a oscuras les llega una voz conocida, soñolienta: "¿Qué haces ahí en la ventana?", y los enfermos responden: "Nada, aquí, que me dé un poco el aire", pero el aire no corre. Los niños, en sus cunas y camitas, relucen de sudor; así parecen más nuevos, como con piel de celofán... Los días calurosos como éstos evocan aquel capítulo de El extranjero, la influyente novela de Camus, donde el narrador, un oscuro oficinista sin ambiciones ni pasiones que se llama Mersault, le dispara cinco balazos a un árabe vagamente amenazante en una playa cerca de Argel. ¿Por qué? Porque sí, porque no, porque hacía demasiado calor, porque un rayo de sol hizo brillar el filo de una navaja... Estas son fechas en que los pirómanos se frotan las manos. He subido a Puig Castellar, para observar los efectos del incendio que ha calcinado la mitad del cerro, y el amigo que me acompañaba me ha indicado el símbolo del sol, una representación rústica, primitiva: un círculo con un punto en el centro, grabado hace 25 siglos por nuestros ancestros iberos -en fin, si es que alguna gota de su sangre corre aún por nuestras venas-, en la muralla del poblado que se alza en la cima, y que estuvo habitado desde el siglo VI hasta el II antes de Cristo.
Es uno entre los varios asentamientos iberos sobre las montañas de las inmediaciones de Barcelona, en el Carmel, Badalona, Montgat, Cerdanyola, hubo otros parecidos. Puig Castellar, popularmente conocido como Turó del Pollo, es un cerro de cerca de 300 metros de altura, que se alza enfrente de Santa Coloma, y desde el poblado, en la cima, se ve correr el Besòs y los días despejados se ve Barcelona, Montserrat, el Montseny, una panorámica inmensa por donde los antiguos pobladores veían avanzar a los enemigos como hilera de hormigas, o acercarse los barcos para comerciar, una vista que a mis amigos les parece digna de admiración; a mí me atraía más la cueva, en la ladera del monte, donde vivía un hombre ya anciano, mentalmente trastornado, que solía circular cubierto con un casco de motorista para no darse cabezazos contra la roca; fue nuestro último troglodita, se le hicieron algunas fotos y salió en la prensa de hace 20 años; la cueva ahora está vacía, el hombre no dejó vestigios. En los cerros de alrededor se elevan las ermitas de San Onofre y de Sant Climent; en esta última, por aquellas mismas fechas una hetaira sacrílega atendía a sus clientes, y por las noches se veía una fila de automóviles aparcados a la puerta, como si sus conductores hubieran sentido la imperiosa urgencia de rezar...
Al poblado se llega por un camino de tierra bordeado de urbanizaciones edificadas a la brava, en plan pirata, que luego se convierte en un sendero de cipreses, cuya silueta estilizada aporta dignidad a los cementerios como a los yacimientos arqueológicos. Éste consiste en una retícula de 5.000 metros cuadrados, con habitáculos de entre 10 y 30 metros cuadrados, de planta rectangular, a lo largo de calles estrechas, de los que se preservan unos muros de un metro de altura. Al llegar nos latían las sienes, estábamos colorados, el calor era sofocante y el aire olía a quemado. Encontramos a un equipo de arqueólogos trabajando; de vez en cuando desentierran una piedra de moler o algún fragmento de cerámica, ánforas sobre todo, y piezas de hierro que fueron herramientas agrícolas, o la hoja de una de aquellas falcatas, las espadas torcidas que usaron los iberos.
Años atrás se encontraron también algunas figuras de culto rotas -como el incensario con forma de la cabeza de Tanit, la diosa de la fertilidad de la agricultura, similar a la Démeter griega, que se conserva en el museo de Torre Balldovina- y otros signos de mutilación y destrucción intencionada que sugieren que el poblado fue violentamente arrasado por las legiones romanas venidas a desalojar a los iberos de las cumbres y llevarlos a cultivar los campos en la llanura, en calidad de esclavos. A eso lo llamaron pacificación de Hispania; fue rapidísima.
Desde hace medio siglo, un retén de socios del Centre Excursionista Puigcastellar, un centro muy ligado al descubrimiento del yacimiento, se va relevando para vigilar las ruinas iberas, siempre amenazadas por los gamberros. También han plantado árboles en la ladera de la montaña, en la parte baja, encinas, algarrobos, nogales y algún almez, y en la zona más baja, cerca de una corriente de agua, álamos; más arriba, pinos, que son los únicos que soportan la aridez. La mitad de esos trabajos y plantaciones ardieron en un instante hace unas semanas cuando dos chicos, excelentes personas por otra parte, quisieron cocinar una paella en el campito. Parece una ley del tiempo: esfuerzos prolongados, seguidos de un instante de entropía letal como un golpe de calor.
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