La victoria es más cruel que la derrota
A falta de rivales y de oposición, el Barça es hoy víctima del Barça. Nada sorprendente si se repasa la historia de una entidad pasional, con tendencia cainita y una enfermiza necesidad de auscultarse. La peculiaridad de ser més que un club no sólo ha sido un certificado de garantía sino que se ha utilizado como mecanismo de defensa y también ha funcionado como instrumento de autodestrucción. Más que a morir de éxito, en el barcelonismo parece haber una cierta propensión al suicidio. No se entendería de otra manera que Joan Laporta afronte hoy una delicada situación de gobernabilidad después de resucitar a la institución en tres años. El actual consejo heredó un club arruinado y desmoralizado por la negligencia y el despilfarro. A Gaspart le salvó la caridad cristiana para no tener que afrontar un juicio sumarísimo imprescindible para depurar responsabilidades. Había tanta prisa por olvidar un pasado sobrecogedor que Laporta no reparó en horas para poner la institución al corriente de pago y al equipo en condiciones de jugar a fútbol. Jaleado por una mayoría absoluta, se le conminó entonces a actuar cuanto antes mejor sin reparar en el calendario.
Al cabo de tres ejercicios, sin embargo, después de celebrar dos Ligas y una Copa de Europa, al presidente se le insta judicialmente a convocar elecciones con tanta inmediatez que no está siquiera a salvo de quedar inhabilitado. Ahora resulta que la directiva de Laporta no vive en la legalidad sino que se le reclaman ocho días que se tomó a cuenta sin venir a cuento cuando accedió al poder y, consecuentemente, se equivocó cuando no puso fecha a los nuevos comicios antes del pasado 30 de junio que es cuando tocaba por decisión estatutaria.
El nudo del asunto está en unos estatutos que Gaspart mandó rehacer para acabar con las interpretaciones subjetivas y que con el tiempo se han mostrado igualmente equívocos y hasta cierto punto han inmovilizado a Laporta. Un pulso particular entre unos socios y el presidente ha llevado al club a una situación compleja y de difícil comprensión. Aunque el espíritu de la ley pueda estar de su parte, el riesgo que corre Laporta es que la gente crea que si no convocó unas elecciones que se suponía iba a ganar con la gorra fue porque la cosa tenía truco o simplemente no le dio la gana, ni que fuera por no darle la razón al demandante, conclusión que, por otra parte, tampoco sería extraña.
Al presidente se le recrimina más su forma de proceder que su obra de gobierno. A Laporta le anima tal determinación que se confunde con la prepotencia. Así se explicarían muchos de los sucesos que se han producido, cuestiones que parecían menores en su origen y que adquirieron dimensiones insospechadas. Ocurrió con la dimisión de media docena de directivos, con la falsa salida de Echevarría, con la bajada de pantalones en el aeropuerto, con la cuantificación del patrimonio o con la publicidad en la camiseta.
Pese a la complicidad de las instituciones, que no son ajenas a la capacidad del presidente por revitalizar un club que en su centenario pasaba por una crisis de identidad, el mandato de Laporta no ha quedado exento de la fiscalización del socio normal y corriente; del mismo que le recuerda su pasado de líder del Elefant Blau y su afán por escrutar las decisiones de Núñez; y, por tanto, también del purista que, dentro de la lógica barcelonista, se siente vigilante de la ley y conoce de sobras el carácter asociacionista catalán y las opciones para pleitear.
Ni la condición de abogado ha evitado que Laporta saliera malparado de los últimos contenciosos judiciales planteados por distintos socios, como recordaba Xavier Bosch en Mundo Deportivo: el Tribunal Català de l'Esport calificó de infracción grave no convocar elecciones antes del 30 de junio y la justicia ordinaria falló que se celebraran ya mismo; la Audiencia Provincial de Barcelona ha obligado a publicar la auditoria de la Due Diligence encargada por la directiva y que hasta ahora no podía ser consultada por los socios; y la Audiencia de Barcelona insta al club a readmitir como socio al presidente de los Boixos Nois después de ser expulsado sin derecho a defensa.
A veces parece incluso que se fomente la denuncia sistemática como fórmula de erosión de la junta o se caiga en el victimismo. A Laporta le conviene no sentirse víctima de la cultura nuñista, más próxima al socio que al aficionado, siempre dispuesta a recordar lo que debe Cruyff en lugar de darle las gracias por lo que dio. El presidente necesita superar un debate pernicioso con un gesto inequívoco. A saber: aplicar como gobernante la cultura democrática que ejerció desde la oposición. Imparable en las elecciones como atacante, a Laporta le ha faltado cintura para defender el salto cualitativo que ha dado el club desde su llegada. Más que ofrecer y compartir el triunfo, a menudo se diría que ha querido imponerlo.
Una vez que el equipo aguanta al club, Laporta haría bien en salirse del conflicto permanente, ser más receptivo y delegar menos en los abogados porque sino corre el riesgo de que se lo lleve la corriente del éxito como le ocurrió a Núñez con Robson y Van Gaal. Así de cruel es la presidencia del Barça en la victoria. La derrota se asume entre todos, pero el triunfo no se perdona cuando está manchado de soberbia. A Laporta le toca ahora un ejercicio de humildad y puede que hasta un voto de castigo antes de volver a mandar.
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