Intermedio: el regreso
Algunos de los niños que hace unos días asistieron al estreno de Superman returns. El retorno iban al cine por primera vez. Cabe la posibilidad de que esta experiencia les marque para toda la vida y que, en el mejor de los casos, les cree una dependencia por un espectáculo sometido a las salvajes políticas de una industria que se mantiene gracias a los beneficios de sus negocios adosados: venta de palomitas y refrescos a precio de oro. Pese a todo, cuando se apagan las luces y se desconectan los teléfonos, todavía es posible disfrutar de unos segundos de silencio reverencial que, debido a las ruidosas costumbres de las nuevas generaciones de espectadores, no tarda en esfumarse. Dos salas del Cinesa Diagonal proyectan Superman returns. El regreso, y una de ellas ha incluido un recurso que parecía desterrado de nuestras costumbres: el intermedio.
La película dura dos horas y media y, en principio, un metraje así no justifica que se interrumpa la proyección. Pero con la intención de contentar al mayor número posible de espectadores, la sala ha optado por las dos modalidades: con o sin intermedio. Es un recurso legítimo, que entronca con una tradición del sector de distinguirse de los demás. Si quieren recuperar la historia de los cines de esta ciudad y disfrutar de cientos de anécdotas contadas con respeto y rigor, no dejen de leer un libro que siempre conviene tener a mano cuando se revisa nuestro pasado cinematográfico: Viaje sentimental por los cines de Barcelona, de Jordi Torras i Comamala. Con una velocidad mental parecida a la del superhéroe alérgico a la criptonita, Torras resucitó ruinas documentales y repartió anécdotas. Breve muestra: cuando el cine Ideal, en 1911, presumía de ser el único que "después de cada sesión perfuma y desinfecta la sala"; o cuando, en la década de 1930, los cines barceloneses sufrieron una ola de atracos gangsteriles; o cuando, después de un incendio en una sala de París, los exhibidores prevenían al público con el siguiente aviso: "No deis nunca en el salón la voz de ¡fuego!"; o cuando el cine Avenida de la Luz, que vivió una rápida decadencia del esplendor a la cochambre, murió proyectando una película de sintomático título: El placer entre las nalgas.
Cuando la mayoría de cines de esta ciudad eran de reestreno y a precios populares, los dobles programas diarios y en sesiones continuas obligaban al intermedio. Entonces aparecían en pantalla envejecidas diapositivas ilustradas que recomendaban: "Visiten nuestro bar" o "Servicio de bar". En las décadas de 1970 y 1980, los bares de cine empezaban a decaer y, en general, se mascaba el escepticismo de un personal que no digería bien el entusiasmo de los más jóvenes por las palomitas (que entonces se vendían en bolsas) o los caramelos Darlings. En el vestíbulo del Cinesa, le pregunto a un encargado de sala por el motivo de este intermedio y me responde que ofrecen las dos posibilidades y que eso permite al espectador ir al servicio. Se trata, pues, de una pausa fisiológica, que confirma la superioridad del inmortal Superman sobre sus mortales admiradores. Él no necesita ir al servicio y soporta los ataques de sus enemigos. Y cuando regresa al mundo real como torpe periodista del The Planet, tampoco parecen desanimarle las servitudes de una profesión marcada por la urgencia, la imprevisibilidad y el cinismo.
El intermedio era una fórmula que también se empleó excepcionalmente con películas muy largas. Recuerdo una sesión en el cine Urgel de Lo que el viento se llevó con un necesario y oportuno intermedio y otra pausa en Ben-Hur, esa gran superficie espacio-tiempo. En otra ocasión, en Roma, leí que Fellini y otros grandes directores clamaban contra los cortes publicitarios de sus películas en televisión. Se organizaban, protestaban, firmaban manifiestos y despertaban las simpatías de los aficionados al cine. Luego, una noche, fui a ver una película y comprobé que los cines romanos también hacían un intermezzo publicitario con independencia de que la cinta fuera larga, mediana o corta. En otras palabras: Fellini toleraba una interrupción pero no más. Esta opción, además de justificar la visita a los mostradores de venta de refrescos y palomitas y aumentar así los beneficios, también coincide con los hábitos de los espectadores más jóvenes, que, acostumbrados a la liturgia televisiva, soportan con dificultad la obligatoriedad del silencio y de cierta compostura. Se mueven, comentan en voz alta las escenas, consultan sus teléfonos a ver si han recibido mensajes, entran, salen y dan la sensación de estar allí casi por obligación. Uno acaba deseando que Superman aparezca, se los lleve lejos y nos deje, a los trasnochados nostálgicos de este extraño vicio, el placer (casi nunca entre las nalgas) de disfrutar dignamente de la película. Pero es un pensamiento contraproducente ya que, nos guste o no, el cine ya no vive de respetuosos y fieles devotos como Jordi Torras, sino de toda esta generación del móvil, enemigos del silencio.
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