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DON DE GENTES
Columna
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La medalla del amor

Elvira Lindo

NO SALGO DE MI asombro. El mundo del fútbol, ese deporte con el que hinchas de todo el mundo pierden la cabeza, se suben a la Cibeles, le arrancan la mano, tiran litronas a la pantalla que se les ha puesto para que disfruten por el morro en Colón, se pasan dándole al claxon la noche entera, cantan oeeeoeoeoeeeee, se pegan entre ellos, viajan a otros países como si fueran de fin de curso, gritan desde las gradas, tratan de enfurecer al contrario, le insultan, duplican su adrenalina entre otras adrenalinas; el mundo del fútbol, digo, ese deporte que sacude las almas del planeta, se rasga de pronto las vestiduras porque ha habido un tío, el mejor (no lo niego), que gana como si fuera el mejor en todos los campos (no sólo en los campos de fútbol), que es saludado como el símbolo de Francia, que consigue que presidente, filósofos, poetas y niños se pongan a sus pies, le ha dado un cabezazo a otro tío cuando estaban jugando el partido final. Poquito de seriedad. Un juego alrededor del cual hay miles de personas desgañitándose, pidiendo leña, cientos de miles elevando el nivel de agresividad y feromónico de los que están abajo. ¿Qué se espera, que veintidós tíos que son el centro de miradas de todo el mundo se comporten como se comportaba Babe, el cerdito valiente, con las ovejas? La pregunta es: ¿tendrían que saber contenerse dada la pasta que ganan? Pues sí, pero en esta vida no hay nada más fácil que tirarse al cuello del otro. Que se lo pregunten a los árbitros de tercera, de quinta, que sin que se juegue una cantidad de dinero considerable en los partidos que arbitran, a veces tienen que salir por pies perseguidos por los paisanos. A veces se insulta, lo saben hasta los niños de pecho futboleros, para provocar que el otro te pegue y se gane un castigo. ¿No lo han hecho ustedes cuando eran pequeños, o es que yo me crié en una familia particularmente violenta? A unos se les va la fuerza por la boca y a otros por la cabeza. De cualquier manera, el cabezazo de Zidane fue un cabezazo extraño, sin ánimo de ofender demasiado. El cabezazo de toda la vida, el cabezazo macarra que busca tirarte al suelo, se da desde más cerca y contra la nariz. Una vez esquivé uno. Por cierto, ¡la que me lo dio también era francesa! ¿Será una costumbre gala? No hay nada más humano, mal que nos pese, que la agresividad. Incluso, me dijo un neurólogo, mantener un cierto nivel de agresividad tiene un poder vivificante. Las leyes, las del fútbol, las de la calle, las del colegio, están para contener la nuestra y para protegernos de los chulitos. El otro día le leí a Eduardo Punset que el efecto liberador de la agresividad estaba muy estudiado. Una de las formas que tiene el hombre, como el mono, de aliviar el estrés es provocar sufrimiento en otro. Pasarle a otro el marrón. De ahí que esa vieja historia de la madre o el padre que decía "tenía un cabreo negro y lo pagué con los niños" tenga una base científica. Pagar, pagar con alguien, con el inferior en el trabajo, con tu pareja, pagarla con la humanidad, como esos gordos que se montan en el metro y deciden sentarse entre dos asientos para ocupar dos plazas y joderte a ti, que vas de pie dando tumbos. Ese gordo está pensando en tu cara: "En esta vida hay dos clases de personas, los gordos y los que no tienen asiento; tú eres de los segundos". En mayor o menor medida, cada ser humano se levanta todos los días dispuesto a deshacerse de su estrés. En Nueva York tienen el mejor rin posible: los divorcios. Ante la inexistencia del mutuo acuerdo (tienen divorcio por faltas), los ex pasan años dedicados a arruinar la vida del ex. Los abogados, mientras, enriqueciéndose. Se habla de gatitos metidos al microondas y perritos a la lavadora. El otro día, paseando por Park Avenue, me encontré con la ciudad paralizada. Bomberos, policía, gente mirando. Un médico de setenta había decidido suicidarse taponando la tubería del gas, pero, cuidado, no quería irse solo en su intento de suicidio, quería derrumbar el edificio en el que vivía para que no fuera heredado por su ex, con la que llevaba años litigando. El señor ha sobrevivido, y el edificio, cuatro pisos, se ha quedado reducido a escombros. Habría que ver de nuevo La guerra de los Rose y reinterpretar lo que yo consideraba exageraciones humorísticas: es posible preferir la muerte a concederle algo a aquel que odias. La vuelta de tuerca es que el tío ha tenido tan mala suerte que ha conseguido derribar un edificio y no morir, con lo cual ahora se le acumulan deudas por los daños causados con el Ayuntamiento, que se llevará casi el valor total de un edificio en Park Avenue. Lo que reste tal vez se lo endose su ex señora si se la considera víctima de un intento de usurpación de su patrimonio. Puede que el viejo ricachón muera en la indigencia. En España, a pesar de que tenemos el bendito mutuo acuerdo, hay muchos/as que cada noche, antes de apagar la luz, tienen el íntimo deseo de un final así para sus ex. Dicen que soñar con la muerte del ser odiado no hace más que prolongarle la vida. Por eso los ex maridos y las ex mujeres viven, vivimos, para siempre. Debería existir una medalla para eso, como el reverso de la medalla del amor. ¡Hace falta esa medalla! La sociedad la pide a gritos. Abra el periódico, mire a su alrededor: hay tantas ganas de joder al prójimo que no se puede tomar un insulto o un cabezazo como algo significativo. Lo mejor: clickear en Youtube, escribir: "cabezazo Zidane" y ver los videoclips tan cachondos que se han hecho con el asunto. Molan.

Aficionados españoles apoyan a la selección de fútbol en la plaza de Colón, convocados por la cadena de televisión Cuatro.
Aficionados españoles apoyan a la selección de fútbol en la plaza de Colón, convocados por la cadena de televisión Cuatro.C. Á.

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Sobre la firma

Elvira Lindo
Es escritora y guionista. Trabajó en RNE toda la década de los 80. Ganó el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil por 'Los Trapos Sucios' y el Biblioteca Breve por 'Una palabra tuya'. Otras novelas suyas son: 'Lo que me queda por vivir' y 'A corazón abierto'. Su último libro es 'En la boca del lobo'. Colabora en EL PAÍS y la Cadena SER.

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