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La democracia de opinión y Ségolène Royal

La democracia, esa forma de organización política que hemos sacralizado y que parece no tener ni alternativa ni más allá, es, en su modalidad representativa, de aparición reciente: menos de 200 años. Recordemos que hubo que esperar hasta que Tocqueville la dotase en 1835 de legitimidad académico-institucional y hasta que la Revolución de 1848 generalizase su uso, para que la designación quedase acuñada de manera definitiva. La representación, que es el eje central de esta versión de lo democrático, se funda en la relación personal que se establece entre los electores y los elegidos, de tal modo que el Parlamento al que se destinan se convierte en una cámara de mandatarios genéricos, casi un club de iguales con sus mandantes, que no se sienten ligados por ningún compromiso concreto, por ningún mandato específico con ellos, con la salvedad de la obligación que crea la confianza. Esa delegación sin condiciones responde a la condición social de los candidatos, miembros de una élite a la que pertenecen también quienes los designan, cuya superioridad pública, en la sociedad estamental de la época, aparece como incuestionable.

La generalización de la lucha de clases y el advenimiento de la sociedad de masa reclama una instancia, un instrumento que actúe como intermediario entre ese todos indiferenciado y el protagonismo de unos pocos. La función recae en los partidos y los constituye en actores principales del proceso electoral, tanto para la selección de los candidatos, y para la organización de su estructura de apoyo, en especial la financiación, como para el ejercicio de la práctica electiva. Todo el poder queda, en consecuencia, en manos de los partidos, que imponen de forma absoluta a sus diputados la promoción y defensa de su programa y les dictan cuándo y cómo hay que votar. Con lo que la democracia de representación se transforma en democracia de partidos.

Ahora bien, el descrédito casi unánime de la política y la vindicativa descalificación actual de los políticos se ha traducido en la quiebra general del militantismo con una considerable disminución de los afiliados a los partidos y a los sindicatos. A esta situación, que muchos consideran irreversible, se agrega el hiperindividualismo de nuestras sociedades, que privilegia las relaciones interindividuales y fragiliza las adscripciones grupales, reforzando así la tendencia a la personalización del poder y de la vida pública y acentuando aún más la pérdida de vigencia y la escasa capacidad diferencial de las ideologías. Su previsible consecuencia ha sido la homogeneización programática -lo políticamente correcto- de las grandes opciones políticas con vocación de poder, en especial para las cuestiones políticas y económicas que se consideran esenciales. El reducido margen de votos en que los partidos mayoritarios superan a los que les siguen deriva de esa oferta electoral casi común, de ese perfil compartido sin radicalismos ni rupturas que hace muy difícil la adscripción del elector a una propuesta político-ideológica concreta y acrece, en cuanto al contenido, la imprevisibilidad del comportamiento electoral. Además, las determinaciones socioeconómicas del mismo, que eran las que generaban la convergencia de los votantes, han perdido gran parte de su vigencia, produciendo una fuerte inestabilidad en su ejercicio que ha dado lugar al fenómeno que conocemos como la volatilidad del voto (Dominique Gaxie, La démocratie représentative). La resultante es una plena disponibilidad del votante, reducido a sí mismo y directamente sometido a las solicitaciones y a los estímulos de su contexto confinado en su sola reacción a cada tema, sin otros imperativos ni intermediarios que su opinión personal.

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Por sobre todo ello, los medios de comunicación invaden y colonizan la esfera política, y sus flujos, procesos y pautas devienen sin reservas ni resistencias el marco referencial principal y la sustancia misma de la vida comunitaria, del quehacer político. La televisión, la radio, la prensa escrita, Internet y la comunicación electrónica, los sondeos y las encuestas ocupan con exclusividad el territorio público no institucional y definen e imponen las prácticas y los comportamientos. Fin de la omnipotencia de la democracia de partidos e irrupción de la Democracia, que algunos -Alain Minc es en L'ivresse démocratique uno de sus más activos promotores- llaman de Opinión y que, tal vez, como propone Bernard Marin en Principes du Gouvernement représentatif, convendría calificar más adecuadamente como Democracia del público, yo diría de los públicos. En primer lugar, para evitar su equívoco reenvío a la Opinión Pública, con la que tiene poco que ver, y de manera más específica para subrayar la dependencia, en ocasiones la total sumisión reactiva del ciudadano y del elector al dictado de los contextos que los congregan como público. En la sociedad del individualismo mediático de masa, lo que cuenta es la posibilidad de que las expectativas personales, interpretadas en la perspectiva del microgrupo, se inscriban en el universo de los mensajes mediáticamente dominantes. Esa inscripción es la que perfecciona la interacción personal, el cara a cara que sustituya a las lealtades partidarias.

La indeterminación de la

opinión, la multiplicidad cambiante de las opiniones, cuyo único baremo son los sondeos y cuyo solo filtro son las reelaboraciones en el seno del pequeño grupo, desagrega el interés general y lo sitúa inerme frente a una armada de opiniones que se consideran e intervienen como patronos, mandando. Exit el pueblo soberano y en su lugar se alzan las opiniones soberanas que inauguran un modo nuevo de concebir el interés de la comunidad y de hacer política. Soberanas, pero precarias, mínimas en el espacio y en el tiempo y adictas a lo concreto e inmediato que reclama una acción de proximidad, una escucha permanente, una negociación de todos los días que asegure el logro de cada consenso lejos de las imposiciones de los notables y de los diktats de los aparatos de poder. El interés general no viene pues de fuera, sino que emerge de la interacción entre sí de las opiniones y contextos y la interfusión de unos con otros, en busca de una resultante de convergencia compatible y de alguna manera derivada de la especificidad de sus componentes. La objeción mayor que se opone a esta posición es la de que carece de una línea conductora y flota al viento de las opiniones mudables e impredecibles, al socaire de cada cuestionamiento concreto, sin fidelidades grupales, ni coherencias políticas o ideológicas, sensibles tan sólo a la capacidad polarizadora de un rostro o un eslogan. El viejo populismo encuentra en la democracia de opinión un terreno particularmente propicio para implantarse y prosperar, aunque ahora asumiendo nuevas formas y buscando transformar un designio central incumplido, una frustración mayor colectiva en un proyecto de afirmación general, de cumplimiento común. Sólo necesita que alguien levante la bandera. La América Latina de estos momentos nos ofrece abundantes ejemplos de este populismo de opinión, que cabría presentar como una forma nueva de democracia directa.

Ségolène Royal, con su equipo, ha sido el primer y casi único político(a) francés(a) que ha asumido plenamente este cambio de democracia y que ha adaptado su acción a las nuevas características y exigencias del reino de los públicos. Su reducción de la doctrina y de las consideraciones institucionales a lo estrictamente indispensable, sus avances a pequeños pasos, su capacidad de convicción centrada en la aceptación y formalización de lo que proponen los públicos, el alineamiento sistemático de sus posiciones con las de ellos y una inteligente estrategia preelectoral en la programación de sus desplazamientos y en la utilización de los medios -incluidos los comentarios de los resultados de los sondeos que le son favorables- la ha colocado, de manera indiscutible e insistente, en cabeza de los candidatos del Partido Socialista preferidos por los franceses. Claro está que la democracia de opinión coexiste con la democracia de partidos, y que las elecciones, tanto locales como regionales y nacionales, incluyendo las presidenciales allí donde existen, se configuran y realizan todavía como hemos apuntado anteriormente, de acuerdo con la lógica partidaria. Razón por la cual, Ségolène Royal tiene que conciliar los requerimientos de ambos tipos de democracia e intentar atenuar, más allá de las rivalidades de personas, las reticencias de su propio partido buscando vías de acercamiento a su programa, pero evitando, al mismo tiempo, dar la impresión de que se pliega a su burocracia partidista. El éxito de su andadura flexible y permanentemente negociadora, tan próxima en muchos aspectos a la de Rodríguez Zapatero, prueba que estamos entrando en otros modos de la política. Aunque el integrismo conservador y sus rezagados líderes no se hayan enterado y sigan atrincherados en el encono y en el rencor, en el orden y mando de una doctrina y de unos modos cuya única salida posible es el naufragio comunitario.

José Vidal-Beneyto es catedrático de Sociología de la Universidad Complutense y editor de Hacia una sociedad civil global.

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