Extraño desenlace
Triunfo de Popovich ante Ballan y Freire, que no respondió a su ataque a tres kilómetros del final
Quema el sol en la habitualmente sombría Luchon. No es aún mediodía y los ciclistas buscan desesperadamente la sombra, se ajustan la visera, se sientan en los jardines. Incómodos. Flecha, que, cuando no habla, pedalea y, si no, lee y luego sigue hablando y tiene un gran sentido para las citas literarias, pasa al lado meditabundo, mirada baja, y habla. "Sólo en Argel el sol es deprimente", dice; "¿qué te parece? Lo leí anoche en La trilogía de Argel, de Yasmina Khadra, y esta mañana, al ver lo que ardía en el cielo, la apliqué directamente al Tour. El sol es deprimente en el Tour".
Para llegar a Luchon, ciudad balnearia, salida de etapa, los ciclistas han tenido que atravesar el Portillon, lugar de la masacre de la víspera, en coche y autobús. La visión de los repechos, de las curvas, de las pendientes pronunciadas en las que Kessler quemó a medio pelotón, no es evidentemente la mejor forma de animarse por la mañana. Así que bien podría pensarse que el pesimismo vital de Flecha -el corredor más alegre con el que se puede uno cruzar- era fruto de la unión del recuerdo del sufrimiento del día anterior con el anticipo del que le esperaba en las cuatro horas y media posteriores al mediodía, en los 211 kilómetros por las llanuras del sur, por el país de los cátaros, por las tierras de caza de los albigenses, rutas en las que carteles luminosos a la entrada de las autopistas advertían: "Calor tremendo. Hay que beber mucho".
El español regala la etapa y el segundo puesto. Deudas pendientes, futuras, pactos de volante...
Luego, de natural buena gente, amable, pasa mudo ante la prensa. Sube al autobús sin abrir el pico
Como para ser ciclista y no odiar el sol: 42 grados en Carcasona.
Pero, vista la etapa, vista la cara de mosqueo sin fisuras con que Freire recibió a sus compañeros, en el autobús, también podría aventurarse que Flecha goza de unas ciertas dotes de presciencia, que sabía unas cuantas horas antes que exactamente a las 4.46 pm, precisamente en el punto kilométrico 208,5, a la vista de las sólidas murallas de Carcasona, el sol del Tour iba a ser verdaderamente deprimente para Freire.
A Popovich la cabeza le ardía antes incluso de bajar del autobús y de ajustarse el casco que convierte a los cabellos en una masa pegajosa. Le dolía la cabeza como a todos los compañeros de su equipo, el Discovery; como a todos los de los demás que se habían derrumbado en el Portillon; como a todos los de los equipos franceses, que para eso era 14 de julio, día de desfile militar en los Campos Elíseos, día de heroísmo ciclista en las rutas del hexágono. Todos habían soportado charlas inflamadas de sus directores. A unos, a los que debieron olvidarse de la general, les instaban a cambiar su chip, a convertirse en guerreros, cazadores de etapas. A otros, a los franceses, les recordaban sus obligaciones en fecha tan señalada.
Así que tan inflamados estaban los ánimos de unos cuantos, tantas necesidades perentorias estaban en juego, que a nadie extrañó la velocidad con que se corrió bajo la canícula -a más de 46 kilómetros por hora-, ni sorprendió la dificultad con que avanzaban las escapadas, ni la facilidad con que quedaban abortadas. Derrotados y patriotas mezclados en la miseria. Y así, hasta mediada la etapa. Se fueron cuatro: Popovich, un derrotado; Freire, un extra en la película; Ballan, un especialista, y LeMevel, un francés. Hubo rendición detrás. Control a distancia de Landis, túnica amarilla, y su Phonak. Nada más.
A ocho kilómetros de la llegada se desencadenaron los acontecimientos que acabaron con la extraña victoria de Popovich y el mosqueo de Freire, su silencio, su obstinación. Atacó Popovich, atacó como cuando era el mejor amateur, como las cien veces que atacó en Lisboa cuando ganó el Mundial sub 23 de 2001-la víspera justamente de que Freire ganara su segundo Mundial absoluto- y a su rueda saltó Ballan, el de las clásicas del norte, brillante joven italiano, y detrás, Freire, el más rápido, el más temido, el hombre que menos se jugaba, pues ya ha ganado dos etapas en este Tour. Se sucedieron los ataques de Popovich, se sucedió la rutina, Ballan, primero; Freire, tras él. Todo controlado. Hasta que en el kilómetro 208,5, a tres kilómetros de la llegada, Ballan revienta y Popovich se aleja. Comienzan las cosas extrañas, los recuerdos, la historia del ciclismo sobre la mesa: Freire, que, al principio, parece hacer alarde de frialdad, no reacciona siquiera cuando Popovich tiene 100 metros de ventaja. Ni cuando 200. Ni nada. Deja irse al ucranio. Regala la etapa. Regala también el segundo puesto a Ballan. Entonces, la gente recuerda: la amistad de Breukink, director de Freire, y Bruyneel, director de Popovich, antiguos compañeros en el ONCE; los sucesos de La Plagne 2002, cuando Armstrong dejó ganar a Boogerd, del Rabobank, a cambio de paz en la montaña y se encontró al día siguiente con que Leipheimer, del Rabobank, era el primer atacante... Deudas pendientes, futuras, ayudas varias, pactos de volante...
Breukink, naturalmente hablador, mastica una chocolatina y contesta displicente: "No sé qué le pudo pasar a Óscar, yo no estaba en la escapada". Bruyneel, también simpático, dice que no vio nada raro, que todo fue normal. Freire, de natural buena gente, amable, pasa mudo ante la prensa. Sube al autobús sin abrir el pico. La puerta se cierra tras él, hermética. Ya entonces el sol había desaparecido. Negros cúmulos. Gruesas gotas empaparon el asfalto.
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