Hasta la última moneda
Remedios dilapidó en las tragaperras los ahorros familiares, y su adicción al juego la llevó al robo y asesinato de ancianas
"Esto no puede continuar así". El día que Pedro José descubrió que su esposa Remedios se había jugado los ahorros de la familia, hace cuatro años, fue el principio del fin. Hasta entonces habían tratado de combatir la ludopatía de ésta en voz baja, prácticamente en silencio, intentado sobre todo que los niños no descubrieran esa trágica afición al juego. Los dos habían acudido juntos al registro de "autoprohibidos" del Departamento de Juego de la Generalitat, con la esperanza de que la puesta en marcha del procedimiento administrativo se convirtiera en una muralla infranqueable que le impidiera el acceso a las salas de bingo. Unas listas de las que desapareció al cabo de un tiempo.
[Esta semana, Remedios ha sido detenida acusada de haber asesinado y robado a cuatro ancianas en apenas un mes. Las sospechas y las angustias sobre la existencia de una asesina en serie se destaparon el lunes. El martes fue detenida].
Mucho antes, de aquella escena, en los momentos de desesperación, en la soledad de su habitación, mientras David y José Enrique dormían en sus cuartos, habían contemplado la posibilidad de pedir ayuda a un médico psiquiatra que le ayudara a poner punto final a su dependencia con el azar. La situación sin embargo se había ido precipitando y había llegado inevitablemente a un punto sin retorno.
Remedios Sánchez había descubierto un atajo, que le permitía continuar jugando, sin pasar por lo controles de las salas recreativas y de los bingos; las máquinas tragaperras. Durante horas enteras permanecía pegada a las máquinas de los bares, esperando el ruido metálico de la caída en catarata de las monedas. Algún testigo de su locura asegura que cuando el tintineo de las monedas llegaba inesperadamente, se le encendían los ojos, lanzaba un grito de esperanza y volvía jugar, otra vez, hasta perderlo todo.
"Habían sido un matrimonio modelo. Bueno, esto es mucho decir. En realidad era una pareja gris, como cualquier otra, que pasa desapercibida", aseguran los vecinos del 101 de la Rambla de Guipúzcoa de Barcelona, en el barrio de Sant Martí, en La Verneda, donde la pareja había vivido durante cerca de 20 años, desde que decidieron casarse y crear una familia.
Él, Pedro José conductor de camión. Ella, Remedios cocinera, mujer para todo. Los dos niños, gemelos, alumnos aventajados del colegio Diego Velázquez. El clan se había ampliado meses atrás con la llegada de una niña, la hija de una hermana de ella, que aceptaron cuidar como un miembro más de la familia, en un gesto de solidaridad destinado a capear el mal momento por el que pasaba su hermana. La llegada de la pequeña les había aportado un nuevo aliciente, que decidieron completar con la compra de un perro.
La única obsesión para todos ellos era el trabajo, acumular unos ahorros, y no volver nunca más a la miseria de su Galicia natal, de la que los dos habían salido cuando apenas eran adolescentes. Se habían juramentado olvidar para siempre las miserias vividas en la niñez en la aldea gallega de Dormea, a poco menos de 60 kilómetros de Santiago de Compostela, donde ella había tenido que compartirlo todo con sus otros 11 hermanos.
"Remedios se había convertido en una verdadera burra de carga. Era capaz de cualquier esfuerzo para no volver a caer en el pozo de la pobreza", insisten los amigos que aún le quedan por su primer barrio, a poco menos de dos kilómetros de una Barcelona olímpica, que convirtió su calle en una rambla.La situación se había hecho tan inaguantable, desde que Pedro José descubrió que la cuenta de ahorro era un cúmulo de números rojos, que los dos pactaron poner fin al matrimonio. Él se quedó con la casa y los niños. Ella dejó su empleo en el bar Pontevedra, muy cerca de su casa, donde durante muchos años había trabajado como cocinera, y empezó a deslizarse sin freno por la pendiente. Pero antes de irse de su casa dejó en el barrio de Sant Martí una estela de pequeñas deudas, que salpicaron a todos los vecinos.
"Miserias. Me dejó a deber nueve euros. Un buen día me vino y me dijo; mira no llevo dinero, te pago mañana. Pero no volvió nunca", asegura la encargada de una panadería, mientras intenta salir del asombro, después de haber descubierto la fotografía de la asesina de ancianas en el periódico. Otros muchos vecinos aseguran haberse convertido en los últimos tiempos en acreedores de la mujer.
Remedios Sánchez acababa de cumplir 44 años, cuando empezó a precipitarse en una caída libre. Su incapacidad por rehacer su vida sentimental, el fracaso de sus dos nuevos matrimonios y su adición incontrolada del juego, habían empezado a hacer de ella una persona hosca, irritable y solitaria, cuya única obsesión era poder continuar jugando. El paso siguiente fue el robo, para acabar finalmente convirtiéndose en una asesina y ladrona en serie de ancianas. "Tenía miedo a volver a caer en la pobreza. El recuerdo de la miseria que pasó en su aldea de Dormea, en Galicia, cuando era pequeña, se había convertido en una pesadilla para ella. Esperaba cada día que le llegara un golpe de suerte que le devolviera la casa, la familia y el dinero", diagnostica una vieja amiga, que se define "de toda la vida" mientras cierra poco a poco la puerta./ TEJEDERAS
Acosada por las deudas
Remedios Sánchez vivía desde hacía meses acosada por las deudas. El fracaso de su tercera pareja y la disyuntiva de quedarse en la calle si no pagaba la hipoteca de su piso, que había comprado recientemente con su pareja en el barrio de Sant Andreu, coincide con el inicio de su presunta carrera de asesina de ancianas para robarles. El pasado 3 de julio, un día después de cometer su último asesinato, Remedios negoció con un banco la ampliación de la hipoteca de su vivienda.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.