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Reportaje:NOTICIAS

Moreno-Durán o el espejo roto

Juan Gabriel Vásquez

Finales de octubre del año pasado, un periódico colombiano me invitó a reunirme con Luz Mary Giraldo, crítica literaria, y el novelista R. H. Moreno-Durán. La idea era interrogar a Moreno-Durán con el pretexto de la aparición de Fantasía y verdad, un volumen que recopilaba la recepción crítica de su obra. Pero detrás de esta razón había otra, más compleja: todo el mundo sabía que a Moreno-Durán le quedaba poco tiempo de vida. En agosto de 2004 le habían diagnosticado un cáncer. Moreno-Durán murió el 21 de noviembre de 2005 y, por cosas del periodismo, la entrevista se publicó de manera póstuma.

Pero lo que me interesa de ese día no es la conversación oficial, sino la que tuvo lugar antes de que se encendieran los grabadores. Moreno-Durán, cuya dedicación al oficio me había parecido insólita en mi país de diletantes y amateurs, se había puesto a hacer balance de su propia vida. Aquel trabajador obsesivo dejaba varios inéditos: un libro de relatos, El legionario, y dos novelas, El hombre que soñaba películas en blanco y negro -recreación de los tres días que Orson Welles pasó en Bogotá- y un artefacto semi-nostálgico acerca de la adolescencia en los años sesenta: Desnuda sobre mi cabra. Después de discutir sobre el título, que me sigue pareciendo desfachatado y casi hostil a pesar de venir del Fausto, de Goethe, empezamos a hablar de los libros pasados, de las satisfacciones que le producían a un escritor consciente ya de que no tenía tiempo de terminar uno más, y de la que considero su mejor novela: Los felinos del canciller (Destino). La novela fue terminada en Barcelona, en abril de 1986, y pensé en releerla aquí, en la ciudad donde fue escrita, y averiguar cómo la había afectado el aniversario de los veinte años. Tengo noticias: la novela está más viva que nunca.

Los felinos del canciller es la historia de tres generaciones de la familia Barahona, miembros de esas aristocracias que rigieron la vida de las capitales latinoamericanas desde finales del siglo XIX. Una estirpe de diplomáticos: el abuelo Barahona, don Gonzalo, médico desertor y fanático del buen hablar, creció durante esos años en que la política estaba en manos de poetas y los presidentes eran filólogos y gramáticos. Gracias a sus influencias, su hijo Santiago es nombrado canciller, y su nieto Félix, incapaz de conseguir un cargo diplomático, recibe uno inventado a medida, sin responsabilidad pero con todos los privilegios. Félix es una especie de oveja negra: fue separado de su hermana cuando la familia descubrió que tenían relaciones incestuosas; y, lo que es peor, nunca le interesaron las clases de griego. Y es con el que se abre la novela. Félix despierta un día de septiembre de 1949, en Nueva York, dispuesto a evocar la vida de su familia, pero sobre todo dispuesto a propiciar uno de los grandes comienzos de la literatura colombiana: "Como un salmón que salta desde la noche, así es el alba de Manhattan en los últimos días de verano, así es este casco de ciudad que sabe a sed y que en lengua india quiere decir 'Aquí nos emborrachamos".

Así es: la cosa va de etimologías. Pues el gran tema de Los felinos del canciller, más que la crítica de la diplomacia, más que el auge y caída de una clase alta latinoamericana, es la palabra como herramienta de mando. En el mundo de los Barahona, dominar la lengua equivale a tener el poder; la decadencia de la familia comienza cuando Félix se vale del griego para insultar a sus vecinas.Todo el andamiaje filológico tiene también otra intención: ironizar acerca de aquel país "donde todos se precian de hablar mejor que Cervantes". Y no es éste el único mito colombiano que Moreno-Durán echa abajo a fuerza de sarcasmos. Aparece, ridiculizado más de una vez, el viejo lugar común de Bogotá como la Atenas suramericana. Son los pequeños arribismos culturales de una élite desorientada.

En las Cien empresas, de Saavedra Fajardo, libro predilecto de don Gonzalo, aparece una imagen que para el abuelo Barahona tiene carácter simbólico: un león reflejado en los pedazos de un espejo roto. Se me ocurre que eso es lo que nos ha legado Moreno-Durán: un lugar donde los colombianos nos veamos reflejados, con todas las grandezas, con todas las pequeñeces de nuestra idiosincrasia.

Juan Gabriel Vásquez (Bogotá, 1973) es autor de la novela Los informantes (Alfaguara, 2004). Vive en Barcelona.

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