Lavaudant lava más blanco
El Odéon de París ha abierto de nuevo sus puertas con Hamlet, un songe, un retorno por la puerta grande: la vuelta del mejor Lavaudant y la de su eterno copain, Ariel García Valdés. Hay dos Lavaudant: Monsieur Georges, un señor muy tieso que tiende a servir pescado congelado (La Orestiade), pescado (de sangre) azul, muy bien envuelto, y el niño Jo, que danza algunas noches con tiburones de sangre roja o blanca, el color secreto de los sueños, como este Hamlet, el más imaginativo, emocionante y "completo" (pese a durar apenas una hora y veinte minutos) que he visto en mucho tiempo. También hay dos Ariel: un Peter Pan de casi sesenta años que hace honor a su mágico nombre, y un director que a veces (Les tres germanes, en el Nacional catalán) se enreda, como su cofrade, en las telarañas de la qualité. Ariel/Peter Pan es un actor superlativo, poderosísimo. Lo demostró de nuevo, tras veinte años fuera de escena, retomando La rose et la hache, un Ricardo III-remix, cocinado por Jo Lavaudant en el Grenoble de su primera juventud, cuando ambos querían ser el fantasma de Gérard Philippe y el espectro de Carmelo Bene. El éxito de La rose hizo que Ariel retomara sus poderes para volver a pisar fuerte en las tablas. Ahí está, de cara al público y de espaldas a la corte, maduro y rabioso, herido y burlón pero sobre todo apasionado, casi más Lorenzaccio que Hamlet, con un largo abrigo negro y una mirada empapada en alcoholes profundísimos, como un situacionista perdido en un mundo de marionetas aceleradas. Su propia marioneta es lenta y triste: la manipula su padre, el viejo rey asesinado, y el enigmático Horacio, y poco a poco él mismo, para no estar tan solo, para poder hablar con alguien en la madrugada, y para que toque, al bandoneón, una milonga fúnebre de Piazzolla en el entierro de Ofelia. Hamlet, un songe es, no podría ser de otra manera, un trastorno de la memoria, una sucesión de chispazos en un túnel, una visión onírica, dislocada y nocturna; una noche veloz, picoteada de grillos como agujas y cantos de pájaros que anuncian un amanecer imposible. Jean-Pierre Vergier, escenógrafo y figurinista, ha levantado un ciclorama/carpa por el que desfilan cielos azul cobalto, luces de tormenta, bosques radiografiados, tiburones a la caza y otros monstruos gigantes. Una pantalla, por una vez, justificada por la desmesura de la pesadilla: allí aparecerá, por supuesto, el enorme rostro del padre muerto, y se proyectará La ratonera, un fragmento de un lejano filme ruso, entrevisto, quizá, en un cineclub infantil de Grenoble, una tarde de nieve. La reina Gertrudis (Astrid Bas) viste y se mueve como Edwige Feuillère en El águila de dos cabezas; Rosencrantz (Pascal Rénéric) y Guildernstern (Joseph Menant) son dos estudiantes de Praga, idénticos, intercambiables, que se desdoblan en Laertes y Osric y los cómicos visitantes. No hay consejos para ellos: Hamlet expone su demanda con urgencia, pero luego, a solas, les homenajeará con el precioso soliloquio de Hécuba. Jo Lavaudant interpreta a Claudio, el usurpador, como un clown maléfico y aterrorizado. Horacio es un actor negro, Babacar M'Baye Fall, y su negritud le convierte en la sombra de Hamlet, una sombra dual: le escuchamos cantando una canción africana, como un conjuro para evitar la desgracia, mientras el príncipe trama su venganza, y luego le veremos guiando su mano como un brujo vudú, acercando y apartando el puñal, en la escena de la confesión de Claudio. Philippe Morier-Genoud, quizás el actor más veterano de la troupe de Lavaudant, sirve un Polonio que recuerda a un viejo profesor de retórica inútil y más tarde es su exacto anverso, ese enterrador que en cuatro frases desgrana un tratado de filosofía estoica y sarcástica. Hay tres Ofelias en este sueño. La primera, Anna Chirescu, es una señorita casadera de alta sociedad; la segunda, Estelle Gallarme, está perdidamente enamorada de Hamlet y le arroja sus cartas a la cara; la tercera, Axelle Girard, es un despojo enloquecido. Hamlet grita: "¡Al convento, al convento!" y dos maquinistas, compasivos, le sacan de la obra. El niño Jo, maestro de marionetas, logra una alquimia de alcaloides contrarios: el ritmo es trepidante pero cada frase tiene su tempo y su peso, gracias a una dicción conjunta suntuosa, clara y llena de matices, nada ancien régime. Las escenas se engarzan o separan con fundidos musicales (redobles de tambor, truenos, stacattos de violín); de cuando en cuando, un par de bailarinas castañueleras, coreografiadas por Jean-Claude Gallotta, trazan cortinillas espasmódicas y quizá demasiado parecidas a sus melindrosas primas de la cadena Arte. Hay antiguos fetiches del director, como la mesa con copas, iluminadas desde abajo, que Laertes, un Swedenborg febril, hace sonar con obsesivos movimientos circulares de su dedo. Hay ideas formidables: Gertrudis recibe a Hamlet en su boudoir, sacudiendo la borla de maquillaje para ocultarse en su propia niebla, para borrarse en blanco, o las tres Ofelias como las brujas escocesas, instaladas en la demencia, duplicando sus frases y disputándose el cadáver de Polonio. Vemos, paso a paso, cómo la cabeza del príncipe se convierte en un nido de gusanos furiosos: sólo volverá a sonreír, enternecido, ante el recuerdo de Yorick, los juegos de palabras del enterrador, los aleteos arlequinados del pisaverde Osric. Brota una hermandad exhausta con Laertes ante el cadáver de Ofelia, y ambos se dirigen al duelo final como niños tomados de las orejas por un prefecto implacable. El duelo es un juego lúgubre en el que se pinchan con dedos envenenados, mientras Horacio, casi inmóvil, hace entrechocar las espadas como los timbres de un hotel vacío. Agonizante, rodeado de cadáveres, brota el monólogo de "Ser o no Ser": se diría que siempre ha estado aquí y sólo aquí, en este espacio vacío. Hamlet intenta pronunciar su última frase ("el resto es...") pero se desploma, tragado por el blanco. Los muertos familiares se levantan en el silencio batido por los tambores de Fortimbrás, cada vez más próximos.
Sobre Hamlet, un songe, un espectáculo de Georges Lavaudant en el Odéon de París
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