Emilio Garrigues, diplomático y escritor
El más Cañabate de todos los Garrigues
No hay quinto malo, debe ser cierto. Emilio Garrigues Díaz-Cañabate, último de un quinteto que brilló en la España del siglo pasado, mejoró lo que dice el refrán. Su hermano mayor, el catedrático don Joaquín, padre del Derecho Mercantil español y premio mundial a la enseñanza del Derecho, acaparó la mayor gloria intelectual. El siguiente, Mariano, arquitecto exquisito, dejó en Madrid algunos edificios alabados por su elegante interpretación del racionalismo. Vino después Antonio, abogado, embajador y ministro, tan aplaudido por sus útiles oficios diplomáticos y jurídicos como por esa galanura que sedujo a principesas romanas y glamourosas viudas. Y seguían los pequeños: José Luis, próspero empresario y vitalista hombre de negocios y, cerrando la serie, Emilio. Ser el último en nacer y en morir no le impidió igualar a sus mayores en talla intelectual, y superarles en originalidad y en un muy campechano sentido del humor.
Educado en el trabajo por sus padres -¿quién de los que estudiamos derecho mercantil no recuerda la dedicatoria que encabezaba el famoso Tratado de su hermano Joaquín?- Emilio oxigenó sus fundamentos cristianos en el Instituto-Escuela. Sus inquietudes intelectuales le conectaron con la Residencia de Estudiantes, embarcándose con entusiasmo en aquella fascinante experiencia que fue La Barraca de Federico García Lorca. Fue igualmente uno de los grandes animadores del famoso Crucero por el Mediterráneo de 1932 que marcó a aquella generación de universitarios distinguidos en la República. Finalizada la guerra, ingresó en la carrera diplomática, según él, porque necesitaba salir de España, ver mundo y, con un cierto sentido regeneracionista, echar todas las llaves posibles al sepulcro del Cid. En su formación intelectual -influida, cómo no por Ortega- pesó mucho el componente germánico, que gravita en toda su producción de escritor y conferenciante.
En una época particularmente difícil para el servicio exterior, desempeñó puestos en Turquía por dos veces, París, Roma, y Washington, siendo embajador en Guatemala, ante la Unesco, en Turquía y, finalmente -ya como representante de la España democrática- en Alemania, donde se jubiló. En todos sus destinos volcó su pasión por la función del diplomático, integrándose y conociendo a fondo los países en los que prestó sus servicios. Bajo su apariencia siempre humorada y pintoresca había un trabajador incansable, deseoso de proyectar su vocación humanista como agudo observador de la sociedad de su tiempo. Incluso en vacaciones, era normal verle siempre con un libro que subrayaba y un cuaderno en el que tomaba infinitas notas, fruto de las cuales fueron varios libros sobre materias diversas (Un desliz diplomático, Los tiempos en lucha, The oneness of the Americas, Segundo viaje a Turquía, Hispanoamérica, todavía...) También dejó unas pudorosas memorias (Vuelta a las andadas) donde, pese a sus buenas intenciones, no consiguió sacudirse el prurito de seriedad que guió siempre su pluma. Una pena para los muchos que conocíamos su desternillante conversación, pues con gracia y desparpajo tanto se burlaba de la ligereza de algún político y del señoritismo de la carrera, como de lo que la prensa frívola denominó el clan Garrigues.
Emilio Garrigues estuvo casado con una de las mujeres más fascinantes de su generación, Paz Flórez, belleza cinematográfica de gran sensibilidad y finura, fallecida hace casi un año. Juntos compusieron una pareja que a cualquier español le encantaría tener como embajadores allá donde fuera. Dejaron un perfume muy especial en los salones diplomáticos, y un recuerdo imborrable entre sus numerosos familiares y amigos. De ese matrimonio nacieron tres hijos, uno de los cuales, Javier, es hoy nuestro embajador en Suecia.
Injustamente ensombrecido para muchos por el peso académico y la omnipresencia de sus hermanos y sobrinos más conocidos, supo ser europeo y murcianico -los Garrrigues proceden de Totana- diplomático y cercano, riguroso y entrañable, culto y divertidísimo, exigente consigo mismo y encantador con casi todos los demás. Solo le faltó sobrevolar su propio afán de erudito para proyectar más lejos ese ingenio castizo que atesoraba a raudales, y que venía del mismo venero que explotó su primo, el gran escritor costumbrista Antonio Díaz-Cañabate. Compartió con él su curiosidad, agudeza y socarronería, pero quiso ser ante todo un Garrigues, o sea, gente seria, como pedía su padre. Estaba escrito que debía convertirse en un gran diplomático.
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