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Columna
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Política y balón

Joan Subirats

En la calle del Hospital de Barcelona, justo delante de la desaparecida casa Buxeres, la acera se ampliaba aprovechando un recodo en la calle, entre lo que eran entonces las calles de la Cadena y de San Jerónimo y hoy es simplemente la parte superior de la Rambla del Raval. En ese pequeño espacio privilegiado trascurrían algunas de mis tardes jugando solo con alguna chapa mientras pretendía ser el seguro Olivella, el malogrado Benítez o el inigualable Czibor. Nunca me he podido plantear si me gusta o no el fútbol, o si debía o no ser socio y seguidor del Barça. Nací y crecí en ese contexto y con esa identidad a cuestas. A medida que mi escenario y mi perspectiva se han ido ampliando, me he sentido más incómodo con los elementos más irracionales de esas adherencias originarias, pero nunca hasta el punto de renegar de ellas o de desvincularme definitivamente de esas pasiones. Estos días de invasión futbolera por tierra, mar y aire me he sentido una vez más atravesado por las dudas y las contradicciones. El fútbol tiene ese componente de juego, de azar y de espectáculo que, combinados, presentan atractivos populares innegables, bien estudiados por la sociología (sobre todo a partir del fenómeno del hooliganismo). El fútbol le añade además el poder ser practicado en cualquier rincón y por cualquiera, con pocas exigencias técnicas en cuanto a campo de juego o material necesario para desarrollarlo. Pero ese conjunto de factores no explicarían el boom de estos días si no se hubieran sucedido algunos elementos complementarios. La sentencia Boosman, con lo que supuso de internacionalización masiva de las competiciones europeas, la rentable alianza entre la televisión de masas y los grandes equipos de todo el mundo, la penetración de las multinacionales del deporte en la financiación complementaria de las grandes estrellas, la globalización económica y la crisis económica de algunos países productores de talentos futbolísticos..., todo ello ha convertido el fútbol en ese tremendo fenómeno económico y de poder que es actualmente.

Pero el fútbol no es sólo poder y dinero. El fútbol y la política han estado y están muy entrelazados. Estos días estamos asistiendo a cómo el fútbol se ha convertido a la vez en el deporte más nacionalizador y a la vez en el deporte más globalizado. El deporte que más componente elitista y financiera comporta y el más popular entre las clases populares y las periferias urbanas más deterioradas. Un deporte que permite situar al mismo nivel a países con situaciones tan distintas como Suiza o Togo, Costa de Marfil y Estados Unidos. Y un deporte que permite fáciles manipulaciones nacionalistas para engordar frágiles legitimidades. Hace unos días, de viaje en Londres, me sorprendió ver tantas banderas con la cruz de san Jorge en coches, pubs y tiendas. Luego me enteré de que el líder conservador David Cameron insistía en la conveniencia de lucir esos símbolos, mientras implícitamente acusaba a Gordon Brown (su probable próximo rival) de no poder hacer de premier siendo como es un escocés. En el film de Rainer Fassbinder El matrimonio de María Braun, en el que se rememoraba la reconstrucción alemana tras la segunda gran guerra, una de las escenas más vibrantes de la película transcurría mientras una voz narraba el triunfo de la selección alemana en la final de Copa del Mundo de 1954, un triunfo que de hecho se convirtió en el símbolo de la Alemania renacida tras su trágico colapso unos años atrás. Hace tiempo, The Economist recordaba el libro de Simon Kuper Football against the enemy, en el que se recogía que el triunfo de Holanda frente a Alemania en la Copa de Europa de 1988 hizo salir a la calle a una enorme multitud, mientras la televisión holandesa entrevistaba a ex resistentes antifascistas. No hace falta insistir demasiado en la conexión fútbol-guerra si recordamos la utilización torticera que la dictadura argentina hizo en 1982 del triunfo en 1978 en el momento de invadir las Malvinas, combinando imágenes de la victoria futbolística con lo que acabó siendo una fallida invasión.

La derrota de Alemania del pasado martes no reducirá el enorme y positivo impacto que ha tenido para Angela Merkel su aparente espontaneidad en los estadios, después de que recibiera a toda la selección en la cancillería, cuando nunca antes se le conocían aficiones futbolísticas. Alemania ha usado de manera evidente la gran ocasión del Mundial de fútbol para reforzar la unidad alemana y presentarse ante el mundo como una sociedad amable y hospitalaria, alejada de los estereotipos y los complejos sobre su pasado. En España la politización del evento no ha pasado inadvertida. En la derecha se han seguido los cánones nacionalistas que eran previsibles. Desde la izquierda se ha tratado de utilizar las expectativas que podía despertar la selección española para tratar de compensar el furibundo ataque del Partido Popular sobre la unidad de España en peligro por los excesos de un joven socialista, temerario y además seguidor del Barça.

Pero también tenemos ejemplos de otro signo. No es necesario recordar las utilizaciones políticas de la contienda futbolística que se hicieron durante el franquismo por parte del régimen y de la oposición. En otro contexto y más recientemente, conviene recordar que hace cinco años, los y las jóvenes iraníes utilizaron un triunfo de la selección de fútbol en un partido contra los Emiratos Árabes para salir a la calle y demostrar, fuera de los cauces previstos, su alegría y de paso sus reivindicaciones. Más recientemente, las mujeres iraníes han usado abundantemente el fútbol para reclamar derechos y libertades. En un partido contra Bahrein, un centenar de mujeres se situaron ante el estadio Azadi gritando: "La libertad es mi derecho, Irán es mi país", bloqueando una entrada durante horas hasta que lograron que se las dejara entrar en el estadio. El presidente Ahmadineyad, en plena crisis con Occidente por la cuestión nuclear, ha levantado la prohibición de entrada de las mujeres en los estadios de fútbol, en lo que se interpreta como una concesión muy significativa. El oportuno informe de Intermon-Oxfam sobre las grandes desigualdades que encierra el mundo del fútbol es un ejemplo más de que el deporte no es algo políticamente neutral. La política aparece siempre que hay vencedores y perdedores, y en el fútbol abundan unos y otros. En esas victorias y derrotas se entremezclan banderas, como muestras evidentes de la colisión entre emociones y política. Si rebajamos la carga identitaria nacionalista del fútbol y reforzamos su expresión de deporte que refuerza el avance hacia una sociedad civil global, podremos aprovechar mejor la evidente internacionalización e interculturalidad de equipos y selecciones. De esta manera, quizá llegaremos a acercarnos a lo que aconsejaba el líder conservador de la Asamblea de Londres, Brian Coleman, cuando decía (antes de que Inglaterra cayese eliminada) que una de las grandes cosas de ser inglés era: "Nuestro patriotismo es tan estricto como nuestras emociones. Si Inglaterra gana la Copa, celebrémoslo con un aplauso educado".

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