7 días 'okupando' el Bogart
Euforia, miedo y frustración en una semana de agitación social que quiso sacudir la conciencia de Madrid. Un periodista de la plataforma Rompamos el Silencio relata su experiencia
Un centenar de personas salimos de golpe por la boca del metro de Sevilla. Son las ocho de la tarde de un domingo que parece tranquilo. No sabemos adónde nos llevan. Las personas que han preparado la okupación son gente discreta, un grupo pequeño que se conoce desde hace años. Los demás confiamos en su criterio.
Al doblar una esquina entramos en una callejuela desierta. Algunos sacan pancartas de lona de las mochilas y las despliegan. Una pone "Rompamos el silencio", otra "Solo no puedes. Con amigos sí. Okupa tú también". Cruzamos una calle más grande y compruebo que estamos al lado del Congreso de los Diputados. Nos colocamos en la acera mirando a la calzada, cubriéndonos con las pancartas hasta los ojos, y empezamos a gritar "siete / días / de lucha social". Los pocos peatones que pasan por ahí no saben lo que ocurre a nuestra espalda, en la puerta del edificio. Nosotros, en realidad, tampoco. Oímos ruidos metálicos, unas cadenas que saltan y resbalan hasta el suelo, alguien que grita "ya está, todos adentro".
Empezamos a cantar consignas: "¿Casas sin gente? ¿Gente sin casa? ¿Qué pasa con las casas?"
Los policías salen calle abajo. Rompemos a gritar. Hemos ganado. El sitio es nuestro
Los ojos necesitan tiempo para acostumbrarse a la oscuridad. Subimos unas escaleras a trompicones. "Es un cine", comenta con sorpresa una chica. Algunos levantan la verja de la entrada y la cierran desde dentro con candados nuevos. Fuera queda un grupo de apoyo de unas veinte personas. Pronto serán más. Hay suerte y el cuadro de luces del edificio está en buen estado. La sala del cine se ilumina hermosa, tapizada de rojo, intacta.
Media hora después llegan los antidisturbios. Salen de las furgonetas en tropel, se ponen los cascos, algunos sacan las porras. Nosotros empezamos a cantar consignas para combatir el miedo. "¿Casas sin gente? / ¿Gente sin casa? / ¿Qué pasa? / ¿Qué pasa con las casas?". Otros optan por el habitual "Lo llaman democracia y no lo es". Me viene el recuerdo de una sentada en la huelga general de 2002 y pienso que si entran y me abren la cabeza no será la primera vez. Varios grupos de personas trasladan al patio de butacas escombros, sillas y todo lo que pueda servir para tapiar las puertas de emergencia.
Nuestros portavoces afuera intenta negociar con el mando. Como es domingo, no hay comunicación con la Delegación del Gobierno. La orden de la policía es que no entre nada. Ni agua, ni comida, ni medicinas. Quien quiera puede salir, pero será identificado. Al menor despiste de los agentes, los compañeros nos tiran litros de leche, pasteles, fruta y latas de cerveza.
Así comienza un largo y aburrido asedio. Dentro convocamos una asamblea, y luego otra, que se prolongan durante horas. Algunos son partidarios de abandonar el edificio y, quizá, okupar otro mañana, "pero con sacos de dormir y comida". Otros son partidarios de resistir aquí "todo el tiempo que haga falta". En las reuniones no hay cargos, ni elecciones, ni siquiera se vota. Cuando hay posturas encontradas como éstas, todos esperan de los demás que se busque el consenso, una propuesta que nos integre a todos, porque todos estamos en el mismo bando. Finalmente, se decide resistir hasta que se hable con la Delegación del Gobierno el lunes.
Pasa el tiempo y se extiende el desánimo. Un grupo de unas treinta personas, por razones laborales y familiares, pacta salir del cine a las once de la noche. El resto organizamos las guardias hasta la mañana siguiente. Poco a poco la gente va buscando un lugar donde dormir: butacas, sillones o un camerino aislado y polvoriento. Unos insomnes pasan la noche investigando en los despachos que hay dentro del edificio del Bogart. El cine permaneció abierto hasta marzo de 2001. La última película que se proyectó fue Querelle, de Fassbinder. El negocio estuvo administrado durante décadas por la Sociedad Industrial Torrego Álvarez, propietaria también de varios inmuebles y locales en la capital, así como de fincas rústicas, cotos de caza y ganaderías en diversos lugares de Toledo y Madrid.
Al frente de esta sociedad se encontraba Agustín Batuecas Torrego, presidente de Continental Auto, la empresa de transportes. Batuecas es también miembro del consejo de administración de la constructora ACS, tal y como figura en la página web del propio grupo empresarial. "Íbamos buscando a un pez gordo y nos hemos encontrado a un tiburón" comenta con satisfacción un okupante mientras se airea con un abanico.
La mañana amanece tranquila, pero pronto llegan antidisturbios de refresco en dos de sus furgonetas, las populares lecheras. A las diez se convoca una nueva asamblea mientras afuera los portavoces se reúnen con un representante de la Delegación del Gobierno. La negociación es compleja: hay amenazas y reproches mutuos, ningún compromiso firme, todo se insinúa.
A las once, un nuevo grupo de okupantes pacta su salida del cine Bogart. Salgo con ellos. Me identifican. De improviso todos los policías se montan en las furgonetas y salen disparados calle abajo. Rompemos a gritar. Hemos ganado. El sitio es nuestro. Hay abrazos, besos y puños en alto.
Cuando la euforia se asienta, hablamos de las actividades de la semana. La evolución de los actos se irá recogiendo en www.rompamoselsilencio.net. Han sido cinco meses diseñando las acciones mediante reuniones, pesquisas y aprovisionamiento de materiales. Todo culmina en los siguientes seis frenéticos días. Para empezar, una campaña de apostasía en la sede del Arzobispado de Madrid, en la Plaza de Oriente y por la tarde, una okupación simbólica de un edificio deshabitado en Atocha, 37, que perteneció a la red de corrupción dirigida por Juan Antonio Roca, asesor de urbanismo en Marbella.
El martes se lleva a cabo una concentración ante el Instituto Madrileño del Menor y la Familia, en la Gran Vía, para denunciar las expulsiones de menores inmigrantes no acompañados Luego se visita la Escuela de Guerra del Ejército. Varios compañeros son identificados por la policía municipal. Nos han fallado los reflejos y volverá a ocurrirnos a lo largo de lo que queda de semana. Afortunadamente, nadie ha sido detenido. Ahora queda esperar por las posibles sanciones y organizar conciertos o actividades similares para sufragarlas.
El miércoles es un día movido. A las 12.30 en el Casino de Madrid se intenta entrar en la junta de accionistas de Ence, que proyecta construir una planta papelera altamente contaminante en Uruguay. Sobre las dos de la tarde estamos en la calle de Preciados, junto a Callao. Con bolsas de tierra se prepara un huerto en la acera. Luego se sacan unas ollas con alimentos ecológicos y se invita a comer a los activistas y a la gente que pasa por allí. Se reparten 250 raciones.
Por la tarde, un grupo de unos ochenta activistas visitan la Embajada de Rusia, país que acoge este verano la cumbre del G-8. Tres compañeras arrojan cubos llenos de pintura roja y vísceras de animales contra la puerta de la embajada. El guardia civil que se encuentra de vigilancia la emprende a empujones mientras busca la culata de su pistola. Pierde el tricornio y alguien lo recoge. Al volver al cine se cuelga el tricornio del techo. Parece la cabellera arrancada a un malvado cuchillo largo. Me acuerdo del guardia civil y me da un poco de lástima. Cuando pienso que estuvo a punto de desenfundar su pistola se me acaba la empatía.
El resto de las acciones contarán con una abundante vigilancia policial. Queda claro esa misma tarde durante el acto de condena pública a la directiva de una multinacional.
El jueves, entre las acciones proyectadas estaba previsto quitar las placas de varias calles del barrio de Aluche dedicadas a militares franquistas. Los antidisturbios abortan la acción a mitad de camino. Ocurrirá algo parecido al día siguiente, en la tarde dedicada a las acciones de feminismo y antipatriarcado.
El sábado no me quedan fuerzas para ir a ningún lado. En el cine se proyectan documentales y películas, hay una representación teatral y charlas. Ya sólo queda un día para abandonar el edificio. En un descanso entre las charlas una chica con el pelo rapado se sienta en la acera y enciende un cigarro. Mira a la furgoneta de la policía que se encuentra dos esquinas más allá y pregunta al aire: "Joder ¿no nos podríamos quedar con esto?".
Contra la exclusión
La primera Semana de Lucha Social tuvo lugar en la primavera de 1998 y empezó por todo lo alto. La espectacular okupación del Hotel Avenida, en Gran Vía 34, que llevaba años vacío, se saldó con cargas policiales, cuatro detenidos y un agente hospitalizado.
La plataforma de asociaciones y colectivos creada para la ocasión se llamó Rompamos el Silencio. Estaba integrada por organizaciones como Madres Unidas contra la Droga, la Coordinadora de Barrios y diversos colectivos ecologistas, okupas y antimilitaristas. La mayoría jóvenes y también personas entre los 30 y los 50 años. Todos ellos querían denunciar la exclusión social y el deterioro de las condiciones de vida. Enrique Castro, el párroco de Entrevías, era uno de los auspiciadores del movimiento.
Ese año se tomó durante una hora una oficina del Inem y se irrumpió en un hipermercado de Aluche, de donde los activistas se llevaron sin pagar carros con comida. En 1999, la segunda Semana de Lucha Social okupó unas horas la Bolsa de Madrid y estableció su centro de operaciones en los cuarteles abandonados de Daoiz y Velarde, en Retiro.
En 2000 hubo manifestaciones en los andenes del AVE en Atocha y los activistas intentaron entrar en la sede de la CEOE sin conseguirlo. Durante los cuatro años siguientes no hubo Semana de Lucha Social. La falta de acuerdo entre algunas de las organizaciones participantes, la dureza de la represión policial y la urgencia de otras protestas como las que se convocaron contra la guerra de Irak, pusieron el proyecto en suspenso.
Rompamos el Silencio cobró nueva vida en junio del año pasado con la okupación de un edificio propiedad del Ivima y una serie de actividades y charlas que enlazan con el espíritu de años anteriores.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.