Postrimerías de la Colonia Castells
De la ciudad industrial y de las colonias o barrios que se construyeron a finales del siglo XIX para los trabajadores que venían del sur quedan pocos vestigios, como la olonia Castells, a la que daba nombre y razón una fábrica de barnices y charoles situada en la Travesera de las Corts. Es una isla de sabor rural en el corazón del casco urbano, breve retícula de callejones y pasajes formada por casas bajas, de un solo piso, de 60 metros cuadrados de planta, sin fundamentos, y por consiguiente con problemas de humedad; pero en compensación cada casa tiene su terracita y su jardín, al que se sale bajo el palio de una marquesina de uralita o de plástico ondulado.
Las casitas encaladas de los pasajes de Piera, de Castells y de Barnola, de las calles de Castells y Transversal, algunas con paramentos de azulejos, otras pintadas con colores pastel, bajo un cielo grande, rayado por los cables del tendido eléctrico, tienen las horas contadas. Muchas ya tienen tapiadas las puertas y ventanas; alguna ha sido okupada y los detritus asoman por el quicio de la puerta; otras, en fin, han ardido, porque se murió una vecina, C. R., y sus dos hijos, que ya eran adultos, libres de su tutela se echaron a la mala vida, se metían en las casas abandonadas y sin querer las quemaban. Uno de estos dos hermanos ha muerto también, y el otro a saber por dónde andará, ciego por la vida como el personaje de Makoki.
Está previsto que en el año 2010 estas casitas de 100 años hayan desaparecido y en su lugar habrá un parque rodeado de flamantes bloques de pisos. De momento ya se ha erigido en el lugar una residencia para ancianos, y en el descampado que han dejado unas casas demolidas se levantará un ambulatorio. Del lado del mar limitan la colonia las instalaciones de un "lavado de coches en autoservicio", de la compañía Reinklar; a la caída de la tarde, concluido el horario laboral, los ejecutivos con su traje y corbata riegan sus coches con una expresión de ausencia, una expresión de aburrimiento o más bien de vacío, como si les decepcionara el mutismo de su querido animal, el coche, a pesar de los cuidados que le tributan.
A esas horas, las vecinas de la colonia sacan a la calle sus sillas de tijera y pegan la hebra. Son cuatro o cinco señoras entradas en años, y alguna entrada también en carnes, el médico la va a poner a régimen cualquier día de éstos; disponen las sillas de respaldo graduable en semicírculo en el mejor sitio de la colonia, allí donde el aire del atardecer viene perfumado por los tilos, y hay una palmera, un ciruelo, y macetas con rosales y flores trepadoras, frente a la puerta de una casa, en cuyo hueco se recorta, ocupándolo casi por entero, la silueta de otra vecina, con las gruesas piernas envueltas en gasas y vendas, y en el rostro una expresión de angustia y dolor, mientras avanza penosamente hacia sus amigas, apoyándose en la muleta. El dolor de los demás, el dolor físico de los desconocidos, nos asalta como una revelación, una sorpresa, en vez de que lo percibamos como la primera y más evidente manifestación de la Naturaleza: "Et in Arcadia ego", dice la muerte, también en los jardines arcádicos estoy, también en los rincones proletarios que porque se apretaban contra el pavimento desigual y encogían y pasaban desapercibidos creían haber escapado al tiempo, al progreso, a mí.
Calle Transversal, calle de Castells, pasaje de Barnola, pasaje de Piera, pasaje de Castells, calles cercadas con muretes de mampostería, festoneados de hiedra, ¡qué poquito os queda ya! Los vecinos aguardan con curiosidad y desconfianza, a ver adónde les llevará el Ayuntamiento y si saldrán ganando o perdiendo con el trueque. Por si acaso avisan en unos cartelitos de que no se fían, que no aceptarán cualquier cosa. Quieren mantener y si es posible mejorar su "calidad de vida", como todo el mundo. Su actitud ante el futuro es recelosa y especulativa. Rafael, el dueño del Bar Bodega Ruiz, lleva allí desde el año 68, y le ayuda su hija, a la que tiene "incluso asalariada, relativamente". A Rafael le conoce todo el mundo en el barrio de las Corts y de más allá, muchos barceloneses que en las décadas de 1970 y 1980, para engañar a los sentidos y hacerles creer que habían salido de Barcelona, se metían en su puro centro, en la Colonia Castells; a unos y otros él les ha atendido desde las nueve de la mañana hasta la medianoche, siempre "ajustando los precios al máximo, sin privilegios clientelares", asegura antes de declinar los altos nombres de los políticos que se han sentado en su terraza para la cerveza y las gambitas. Ha tratado a todo el mundo, "relativamente y con cordialidad" y, como ya hemos dicho, "sin privilegios clientelares" para con nadie. Eso está muy bien. Por eso y por otros motivos, "confío en que tenga consideración el responsable del sistema". Habla rarito, pero no se chupa el dedo.
A mí, la verdad, que echen abajo la Colonia Castells me importa un pepino. Desconfío de todo sentimentalismo, sobre esto no me extiendo porque el lector sabe bien que cuando vienen a platicarle sentimentalismos debe proteger la cartera, pues suele tratarse de un timo o un atraco. Adiós pues a este paraje de encanto en tono menor, vestigio anacrónico de una ciudad industrial que ya pasó a mejor vida. Es cierto que la colonia hubiera podido sobrevivir convertida en atracción turística, como ha sobrevivido, por ejemplo, el Callejón del Oro, las casitas medievales donde vivían los alquimistas en el castillo de Praga, atraídos por la munificencia y hospitalidad de aquel rey lunático que fue Rodolfo II, y en una de las cuales Kafka vivió muy feliz una temporada. O como el Caminito de Buenos Aires que supuestamente inspiró a Gabino Coria Peñolaza y Juan de Dios Filiberto el famoso tango: "Caminito que entonces estabas/ bordado de trébol y juncos en flor,/ una sombra ya pronto serás,/ ...caminito, adiós". Las casas del Caminito las han pintado y las rondan los autocares de turistas. La Colonia Castells se ahorrará esas supervivencias degradadas: le faltaba una leyenda.
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