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Columna
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El arte del puzzle

Una tormentosa tarde de otoño de 1913, un desconocido de rasgos orientales golpeaba la puerta del castillo que Sir Duncan Madox poseía en Escocia. En el interior de aquella construcción altanera y un poco siniestra, que se elevaba sobre la cresta de un cerro, el aristócrata consumía sus días entre la melancolía y el tedio, vagando igual que un fantasma por los vastos salones: su hijo y su esposa habían desaparecido en un accidente de automóvil y él había perdido el apetito por montar puzzles, la que había sido la gran pasión de su vida. En otro tiempo esas tres palabras, niño, mujer, puzzle, habían servido para traducir una sola, la de felicidad. El amor por su familia le había hecho amasar una copiosa fortuna en el negocio del comercio marítimo; el amor por los puzzles le había llevado a coleccionar maniáticamente, científicamente, todos los rompecabezas y acertijos de que tenía noticia, y a desarrollar una destreza casi quirúrgica a la hora de resolverlos: a tanto llegó su celo que pronto no existió puzzle en el mundo cuyas teselas no pudiera empalmar en unos pocos minutos. Aquel extranjero que ahora agitaba el aldabón de su puerta había llegado atraído por la recompensa que Sir Duncan ofreciera, antes de su desdicha y de su indiferencia, a quien pudiera presentarle un rompecabezas nuevo, capaz de vencer a sus dedos, cuya dificultad no se resumiera en el espejismo de unos breves minutos. El oriental traía la respuesta en una pequeña cajita de marfil. Pero antes, realizó ante Madox unas curiosas, extravagantes reflexiones. "Muchos amantes de los puzzles -aventuró- piensan que, al crear el mundo, Dios también construía un puzzle, pero: ¿de verdad cree que lo terminó? ¿Le parece que colocó correctamente todas las piezas?· El resto de la historia, si aquel puzzle era en realidad insoluble o no, si la esposa y el hijo de Madox habían desaparecido para siempre, si el extranjero era sólo un visitante fortuito o algo más, se encuentran en el capítulo VI de Las corrientes oceánicas, la novela de Félix J. Palma que llena de júbilo mi sillón y mi almohada desde hace una semana.

Sólo con desconfianza y muchas dudas había emprendido Félix el camino de la novela, y no podía evitar detallarme la crónica de sus pasos de ciego siempre que un almuerzo o un par de cervezas nos reunían, en Cádiz o en Sevilla. La novela exige a quienes se acercan a ella virtudes distintas y a menudo opuestas a las que precisa un escritor de cuentos: frente a la velocidad de la frase, la languidez; frente al efecto inmediato, la demora; frente al golpe por KO, que dijera Cortázar, la estrategia calmosa de la victoria por puntos. Curtido como autor de relatos, con varias antologías premiadas en su haber, Palma había alcanzado el raro privilegio de convertirse en uno de los mayores cuentistas de este país que no lee cuentos, en uno de esos reyes invisibles de las fábulas, o en el zar de Léon Bloy, que vive entre limpiabotas y fámulos sin que nadie sospeche el color auténtico de su sangre. Quien haya recorrido sus narraciones (y compadezco sinceramente a todo aquel que aún no lo haya hecho) conoce sus derroteros habituales: la sospecha de que un azar disfrazado rige nuestras vidas, la estupidez cotidiana donde cada tragedia oculta un chiste, ese precipicio oculto detrás de la rutina que parece abrirse a otra cosa, a otro orden en que quizá la vida resulta más auténtica y nuestros gestos poseen un sentido más definitivo. Todo eso, junto con la idea, expresada por el visitante de Sir Duncan, de que el universo es tan sólo un rompecabezas sin concluir, sobre el que constantemente probamos piezas nuevas en busca de una silueta que nos huye, se encuentra también en la primera novela de Félix, la novela que demuestra que a pesar de sus titubeos y vacilaciones el género no le viene grande ni muchísimo menos: no, le sienta como un traje de neopreno, y si a mí la amistad me convierte en parte interesada, ahí está el jurado que le ha concedido el Premio Luis Berenguer, del Ayuntamiento de San Fernando, para despejar todo recelo. Escribir es, a su modo, otro puzzle: y pese a que Félix afirme que el puzzle auténtico necesita espacios vacíos, al suyo no le falta una sola pieza.

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