Aquella Cataluña de Laborde
¿Cómo era Cataluña hace 200 años? ¿Cómo eran sus gentes? ¿Cómo se viajaba en aquella época por el país? Todas estas preguntas, y algunas más, vienen a la cabeza del espectador cuando, de visita al MNAC, contempla los cerca de 70 grabados del libro que el francés Alexandre de Laborde escribió sobre el largo viaje por España que hizo entre 1798 y 1806. Los grabados permanecerán expuestos hasta el 27 de agosto y resulta un buen ejercicio, antes o después de visitar la exposición, acudir al libro de Laborde, titulado Voyage pittoresque et historique de l'Espagne. La primera, y obvia, conclusión, es que Cataluña era muy distinta hace 200 años: no había industria, no había carreteras, escaseaban los puentes y brillaba por su ausencia ese fenómeno llamado turismo de masas.
Laborde describe Cataluña con estas palabras: "Es un país montañoso y abrupto, pero también lleno de valles fértiles, delicioso en algunos parajes y cultivado en casi todos. La laboriosidad de sus habitantes lo enriquece tanto como la fertilidad de la tierra". Como puede verse, todo es muy idílico. Es, sin embargo, cuando llega a la capital cuando se acentúan los contrastes. Barcelona era en aquellos tiempos una población de tamaño discreto, rodeada de murallas, que se levantaba en un promontorio cerca del mar. Entre Montjuïc y las murallas, donde hoy se levantan el Paral.lel y el Poble Sec, se extendía un paisaje de fértiles huertas, y una sucesión de colinas y jardines ejercía de elegante telón de fondo hacia el norte. El puerto, tal como lo conocemos ahora, sencillamente no existía; ni tampoco el barrio del Eixample, que surgiría como una prolongación racional de la ciudad después de que el Ayuntamiento aprobara, en 1854, derribar las murallas. La Barceloneta, en cambio, era entonces un barrio casi recién estrenado. Laborde lo define como "una pequeña ciudad moderna que toca a Barcelona y es como un arrabal que se adentra en el mar".
En su afán descriptivo, señala Laborde que La Rambla, "que une las dos murallas, la de Tierra y la de Mar", es "un paseo que sigue el muro del antiguo recinto sobre el cauce de un arroyo; de ahí su nombre, Rambla. Medía 452 toesas [unos 880 metros] de largo, pero, aunque solía estar muy concurrida, estaba mal arreglada, llena de polvo en verano y de fango en invierno. Se le ha dado otra forma entre los años 1798 y 1799: se han abierto unas salidas, una para las carrozas y otra para los carros; también se ha afianzado la tierra y se han plantado nuevos árboles. Este paseo atraviesa la ciudad y está adornado con bellos edificios". De los hombres estatua y de las manadas de turistas, ni una palabra.
Para el viajero actual, resulta sorprendente que Laborde apunte en su libro, cuando abandona Barcelona, que "a menudo uno tiene que esperarse unos cuantos días antes de poder atravesar el río Besòs", que describe como un agradable río que discurre junto a un bosque de chopos. No hace falta decir que esta visión idílica está ahora completamente desfasada, ya que los bosques de chopos de los que habla Laborde han sido sustituidos por una interminable sucesión de naves industriales y de fábricas humeantes que se levantan en medio de un enrevesado nudo de carreteras y autopistas que se cruzan a distintos niveles hasta convertir el río en algo prácticamente invisible. Definitivamente, 200 años no pasan en balde.
Del resto de Cataluña, destaca Laborde las cascadas de Sant Miquel del Fai, el Pont del Diable de Martorell, la montaña de Montserrat, el arco de Berà, las ruinas de Olèrdola, el monasterio de Poblet, la montaña de sal de Cardona, la torre de los Escipiones y las ciudades de Tarragona, Manresa, Girona y Lleida. Como puede verse, ni una palabra de las playas que ahora congregan a tantos turistas. El turismo de la época buscaba cosas muy distintas, con una inclinación clara hacia el pasado árabe y romano. Laborde, por ejemplo, vibra con los restos romanos de Tarragona y con el "espectáculo natural" de Sant Miquel del Fai y llega a afirmar que "nada puede compararse al espectáculo de la montaña de sal de Cardona a la salida del sol". "Además de los bonitos perfiles que presenta", añade embelesado, "parece levantarse por encima del río como una montaña de piedras preciosas, o como una unión de colores brillantes, producidos por la refracción de los rayos de sol a través de un prisma".
Las descripciones que hace Laborde de los monasterios de Montserrat y de Poblet son tanto más interesantes porque datan de antes de la destrucción de Montserrat por las tropas de Napoleón y de la desamortización que destruyó buena parte de Poblet. De Montserrat, en concreto, escribe: "Dos veces he hecho este viaje, en estaciones opuestas, con estados de ánimo distintos, y siempre el aspecto de este hermoso lugar me ha dejado en el alma una profunda impresión".
Eran, como puede verse, otros tiempos y otra manera de viajar, más reposada, más apacible. Sin tantas prisas.
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