El hombre de las mil caras
Más que el hombre de las mil máscaras, como reza el título de la exposición, Picasso fue el hombre de las mil caras. Decía una cosa y al cabo del tiempo decía la contraria, y no precisamente por confusión mental, sino porque creía que el arte había de hablar por sí mismo y no quería ofrecer pautas de lectura o claves de significado excesivamente concretas. Esto sucedió con su obra más importante, el Guernica, pero también con la influencia del arte negro en su trabajo, un tema que ha hecho correr ríos de tinta.
Ahora el bello Museo Barbier-Mueller, que desde 1997 ha dejado en depósito a la ciudad de Bacelona una espléndida colección de 400 piezas de arte prehispánico, nos brinda una exposición en la que lo primordial es mostrarnos una excelente colección de máscaras de culturas tan distintas como la antigüedad clásica o el arte negro comparándolas a diversas obras de Picasso.
La tesis de Jean Paul Barbier-Mueller en la exposición y en el catálogo es que Picasso se dejó influir por el arte ibérico y no por el arte africano en las dos figuras de la derecha de las Señoritas de la calle Avinyó. Para ello se basa en el hecho de que la máscara etumbi que le pertenece y que Alfred Barr da como influencia directa del rostro de las Señoritas no llegó a manos del galerista parisiense Charles Ratton hasta 1930. Cierto, pero olvida que las influencias pueden no serlo de una máscara determinada, sino de muchas otras máscaras, puesto que las estrías en el rostro aparecen en numerosas obras del arte africano, que Picasso -y esta es la tesis sostenida por el historiador Robert Goldwater, en 1967- pudo ver con total probabilidad en el taller de Derain y en el de Matisse. Ambos, Matisse y Picasso, además de Derain y Vlaminck, coleccionaban arte africano, como revelan las fotografías de su estudio y como lo recuerda Fernande Olivier, la amante de Picasso en aquella época. Desde Gauguin, el arte primitivo había interesado a los artistas franceses citados, así como a sus homólogos alemanes, los expresionistas, como alternativa plástica al canon del arte renacentista occidental.
La influencia del arte ibero, también evidente en Picasso, se pone de manifiesto en la Cabeza de madera, de 1907, del pintor malagueño que aquí se muestra, con su oreja completamente pegada al rostro semejante a la de la escultura ibera que Picasso compró a Géry Piéret sin saber que la había robado del Louvre, y que también -estupendo préstamo- se muestra aquí.
Luego, las comparaciones entre los picassos y las obras primitivas son ya mucho menos directas, e incluso nos acaba pareciendo el conjunto un poco cogido por los pelos, una excusa ciertamente culta y no descabellada para hacer más visible el grueso de la exposición, que no es otro que las espléndidas, magníficas máscaras de la colección Barbier-Mueller.
Más que los rostros de la antigüedad griega y romana, el espectador descubrirá la excepcionalidad o rareza de otras máscaras. Empezando por la máscara sultepec de ónice (de México, y de antes de nuestra era), que parece un Giacometti de los años treinta, hasta un fragmento de incensario maya de cerámica impregnado de un gran naturalismo y hasta la mascara inuit (de Alaska), casi minimalista, con una foca muy estilizada en su base y rematada por tres plumas, tan bonita o más que las de la colección de Robert Lebel. Muy extraña es la máscara de las woodlands ('tierras boscosas', 400-600 d. C.), con su poderosa nariz en arista, proveniente de Ohio y de uso desconocido. Del arte africano admiraremos la nimba de 1,35 centímetros, cuya enorme nariz curvada se contrapone a unos enormes pechos caídos; todo el conjunto salpicado de tachuelas y monedas, y parecida a la que compró Picasso en 1927 y que tal vez hubiera influido en las poderosas narices unidas a la frente de su serie sobre Marie Thérèse Walter en los años treinta. Y también las bellas máscaras de Gabón o la extraña máscara chikwekwe procedente de Angola que representa el pájaro calao, de afilado pico y ojos rasgados.
Entre los picassos, citemos el lienzo Mujer, escultura y jarrón con flores, enorme tela en grises de 1929 y piezas modestas de técnica pero bellísimas. Por ejemplo, los grabados Cabeza estilizada de 1944 (con ecos de los ángeles de Klee), la Cabeza estilizada (caballo) o la curiosa litografía Cabeza o máscara de 1949. En suma, un placer para la vista, que no hay que perderse.
Victoria Combalía es crítica de arte.
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