Un problema español
No sé si cabe conceptuarlo como un efecto pernicioso o clarificador del debate estatutario, pero lo cierto es que éste, especialmente en su tramo final, ha hecho aflorar determinado fenómeno que, aun gestándose desde tiempo atrás, nunca había sido tan ruidoso ni visible: la existencia en España de un amplio bloque de opinión publicada según el cual el sistema político vigente en Cataluña -no el Gobierno, ni éste o aquél partido, ni tal o cual episodio, sino el conjunto de normas y valores que configuran la cultura política catalana actual- se rige por pautas antidemocráticas, rezuma totalitarismo y marcha a toda velocidad hacia un modelo dictatorial. Naturalmente, la base para este análisis delirante son los prejuicios atávicos, las fobias ideológicas y algunas paranoias personales; pero el pretexto para su actual eclosión ha sido el puñado de incidentes que salpicó la campaña del referéndum.
Por desgracia, incidentes de esa clase se dan en todas partes. Durante los últimos años, en Madrid, presentaciones de libros a cargo de figuras tan diversas como Santiago Carrillo y Pilar Rahola fueron objeto de violentos boicoteos, incluso con heridos, y al antiguo líder comunista le reventaron también la investidura como doctor honoris causa en un recinto universitario. Los alrededores de la Audiencia Nacional se han convertido en terreno predilecto de la ultraderecha local, que un día grita consignas tan edificantes como "euskal presoak, cámara de gas" y otro día -el pasado lunes, sin ir más lejos- insulta a los periodistas y les lanza monedas, mientras aclama a Franco y saluda brazo en alto. Sin embargo, a ningún columnista ni editorialista se le ocurre confundir la parte -la ínfima parte- con el todo, ni ponerse a teorizar sobre una marea fascista que estaría anegando la capital española. Algunas de las muchas conferencias del presidente Pujol por España a lo largo de dos décadas tuvieron recibimientos hostiles, y todavía en los pasados meses de febrero y abril sendas charlas de Josep Antoni Duran Lleida sobre el Estatuto en Toledo y Sevilla concluyeron con el orador saliendo por la puerta trasera bajo protección policial, ante la presencia de manifestantes poco amistosos. Pero ni Duran hizo de ello un martirologio, ni nadie aquí convirtió esas deplorables anécdotas en síntomas de la deriva autoritaria de toda una sociedad.
¿Y qué es lo que ha ocurrido en Cataluña últimamente? Pues ha ocurrido que, entre los más de 200 actos de campaña contra el Estatuto organizados por el Partido Popular, cuatro fueron objeto de manifestaciones de repudio, espontánea una de ellas, organizadas pero muy minoritarias las otras tres. Ha sucedido también que el protopartido Ciutadans de Catalunya, con una maestría formidable en el manejo de su propia imagen y la afectuosa complicidad de determinados medios, sabe convertir el más leve incidente alrededor de sus convocatorias en gran noticia, transformando un zarandeo en linchamiento, una silba en pogromo y el grito o la pintada de cualquier descerebrado en una amenaza de exterminio.
Aun reducido a sus reales y modestísimas dimensiones, todo ello merece mi condena más enérgica e inequívoca. Dicho lo cual, me pregunto si tales incidentes justifican describir la del referéndum como "una campaña contaminada por la violencia" (Victoria Prego, en El Mundo), si dan pie a hablar de "un cuadro de situación alarmante para el futuro de Cataluña", con "predisposición a la limpieza ideológica" y uso de "modos totalitarios" (editorial de Abc del pasado viernes), de "barbarie política" y de "traslado a Cataluña de los métodos propios de la barbarie etarra" (José Javaloyes, en un artículo titulado 'Fascismo en Cataluña', en Expansión del 15 de junio). ¿Alguien en su sano juicio que haya seguido la campaña referendaria cree que ésta "se ha caracterizado por el matonismo político y la crispación, por la violencia cainita y los insultos", que "grupos especializados en la intimidación y la amenaza se han hecho dueños de Cataluña", un lugar "donde es imposible expresar públicamente el más mínimo desacuerdo con la religión nacionalista" (editorial de Libertad Digital del 16 de junio)?
La violencia física es, desde luego, execrable. Pero, ¿y la violencia moral de las mentiras sistemáticas, de la demagogia sin tasa, de la distorsión premeditada de la realidad, de la diabolización consciente de toda una comunidad política o social? Esa, ¿tiene bula? A propósito de bulas, ¿en nombre de qué ética cristiana, de qué principio evangélico pudo la emisora de los obispos pasarse la noche del referéndum dudando de la veracidad del escrutinio, tildando a la Generalitat de "régimen bananero", comparándola con la satrapía de Ceausescu y aseverando que "Cataluña está madura para el totalitarismo"? ¿Qué es más grave, qué deteriora más la convivencia, abuchear a los participantes en un mitin, o proclamar desde un púlpito radiofónico que, tras el referéndum, Cataluña ya no es una democracia, sino "una Corea andrajosa y muerta de hambre", un sistema "esencialmente dictatorial" donde impera "una política de terror blanco" y donde pronto funcionarán las "checas lingüísticas de la Generalitat", en espera de ver "correr la sangre por el Llobregat"?
En Cataluña, estos mensajes demenciales tienen una audiencia limitada y, además, contrastan hasta tal punto con la realidad que incluso sus receptores más fervorosos los relativizan. Pero, ¿y en Lugo, Valladolid, Jaén o Murcia? Desde un punto de vista catalanista o nacionalista, que allende el Ebro un grueso contingente de personas sean intoxicadas a diario en la creencia de que millones de conciudadanos suyos son, o unos criminales políticos, o unos esclavos sumisos (esto es, o unos fascistas, o unos súbditos contentos del fascismo) resulta desagradable y grotesco. Desde la perspectiva del patriotismo democrático español y de la preservación de la paz civil, ese envenenamiento mediático es devastador.
Joan B. Culla i Clarà es historiador.
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