Brotes de intolerancia
ESAS SEÑORAS manifiestamente irritadas que, durante la manifestación convocada por la Asociación de Víctimas del Terrorismo con el apoyo del PP, increpan a gritos al alcalde de Madrid, ¿por qué están tan fuera de sí? El enojo a que dan rienda suelta por sus bocas de par en par abiertas contrasta visiblemente con el semblante más bien tranquilo, casi risueño, de que hacen gala la mayor parte de los caballeros en la misma escena, lo que evidentemente quiere decir que el alcalde de Madrid no había proferido palabras susceptibles de provocar tamaña reacción a su presencia.
Pocos días antes de este alboroto, un buen puñado de correligionarios del mismo alcalde increpado trataron de impedir -a base de insultos, pateos y la habitual sarta de zafiedades que el diputado Pujalte luce en la pechera como mayor timbre de gloria- que el ministro de Defensa hablara en el Congreso. No iba el ministro en plan pendenciero ni había metido a nadie el dedo en el ojo: sencillamente trataba de plantear ante los diputados el caso del envío de tropas españolas en misión de paz a Afganistán. Pues, nada, no le dejaron hablar.
Son dos de la larga serie de incidentes en los que un grupo de gentes airadas muestra con gritos y empujones su voluntad de no soportar la presencia de alguien que piensa distinto, insultándole y profiriendo injurias, chillando y abucheando: todo, con tal de no dejarle hablar. No ocurre sólo en Madrid; en Cataluña, jóvenes nacionalistas están convirtiendo lo que entendemos como escena pública en ámbito de exclusión y la conversación en insulto, mientras el debate degenera en griterío.
Hace años, cuando se trataba de establecer un sistema democrático en España, no faltaron voces que avisaran sobre lo que Pedro Laín llamaba habitual disposición anímica, consciente y subconsciente, deliberada y visceral, de los españoles, que consistiría en creer y pensar que sólo con la eliminación del adversario o del discrepante, bien por la muerte, bien por el silencio, sería posible una vida ciudadana aceptable y eficaz. El proceso mismo de transición mostró, sin embargo, que las teorías psicológicas sobre el carácter de los pueblos hacían agua por sus cuatro costados; que gentes con fama de intolerantes y fanáticas podían entenderse hablando y llegar a acuerdos negociando.
Hablar, negociar, fueron las grandes conquistas de la transición sobre el ruido procedente de todo tipo de gentes armadas y dispuestas a apretar el gatillo. ¿Por qué, entonces, estos rebrotes de intolerancia, este deterioro rampante de una cultura cívica que creíamos bien arraigada en nuestras costumbres políticas? Tal vez porque en España permanecen abiertas cuestiones que tienen que ver con valores inmateriales e intangibles, con creencias y símbolos, con identidades y sentimientos de pertenencia, con pasiones más que con razones. Durante largo tiempo, la construcción de un sistema democrático dejó como en penumbra algunas de estas cuestiones. Pero ahora, con la democracia consolidada, y las reivindicaciones nacionalistas o seudonacionalistas al alza, han estallado todas a la vez en un proceso difícilmente comprensible que extiende la inquietud en amplios sectores de la sociedad española.
La respuesta a esa inquietud por parte de la derecha, tras algunas vacilaciones, ya sabemos cuál es: echarse al monte en una deriva ultra, arrastrada por algún que otro legionario de Cristo y azuzada por la cadena de radio de los señores obispos y otros pescadores en río revuelto, entre los cuales un poderoso núcleo ultramontano espera obtener réditos en euros contantes y sonantes. Pero esta lamentable respuesta no debería despistar al Gobierno sobre las razones de aquella inquietud; menospreciarla, o actuar como si todo el monte fuera orégano, equivaldría a abandonar a una parte de la opinión en manos de manipuladores populistas, para los que da igual ETA que terroristas islámicos con tal de tener un motivo de agitación que permita elevar el grado de intolerancia.
Todo lo que la Constitución del 78 no cerró y previsiblemente tampoco se cerrará ahora, en plena puja por decidir qué realidad es más nacional que la vecina, requiere para su manejo un acuerdo de fondo entre los dos partidos de ámbito estatal. Quienes, entre un creciente griterío, están dinamitando los puentes que permiten reconocernos, aun en la distancia y en la discrepancia, como conciudadanos de un mismo Estado están invirtiendo en futuro: un futuro de enfrentamiento y de lo que en otros tiempos se llamaba guerra civil de palabras. Y ya llevamos recorrido mucho camino en esa dirección como para que no suenen en Génova y en Moncloa todos los timbres de alarma.
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