Ser padres

AÚN NO ACABO de entender cómo la película Los pájaros, del genio del suspense, no ha sido utilizada por la sociología como paradigma del comportamiento humano. No me lo explico. Está clarísimo. Aunque tampoco creo que el genio del suspense fuera consciente de ello. En los hábitos de consumo (que son en los únicos en los que es serio creer) siempre hay una o dos personas adelantadas a su tiempo que hacen una cosa extravagante, al poco son imitadas por aquellos que están fascinados por la moda, y finalmente es la masa la que asume esa costumbre excéntrica que deja de ser excéntrica. Así se comportan los pájaros de Tippi Hedren. Primero, Tippi cae en la cuenta de la presencia de un pájaro. Le resulta rara su presencia porque no es el tipo de pájaro que uno espera ver en ese sitio. Lo considera una excentricidad del pájaro, como la de esa ballena que va a morir a la playa de La Caleta (Cádiz) en pleno agosto, entre las gaditanas que se van a la playa a jugar al bingo. Al cabo de los días, Tippi ve que el pájaro se ha multiplicado por diez. Le parece inquietante, pero no alarmante. Es como cuando nos encontramos una segunda cucaracha en la cocina (una segunda ballena en La Caleta ya daría tema para una chirigota). Y el final, qué voy a contar que ya no sepan: que a punto estuvo Antonio Banderas de quedarse sin suegra. Yo me di cuenta de que esta película del genio del suspense simboliza el borreguil comportamiento del ser humano cuando tuve que mudarme tres veces en Madrid de casa perseguida por los niños del botellón. Un día veías a un chaval con su litrona en un banco de la Villa de París, plaza a la que iban y van los hinchas de Txapote y Amaia, esos angelitos que no declaran porque no tienen traductor (¡no hay derecho, jobar!). Ese chavalín, que a primera vista parecía un idiota solitario, estaba marcando tendencia. Al día siguiente le acompañaban tres. Al mes, la masa juvenil tomaba por asalto la plaza para beber y mear entre los coches. La mañana siguiente, los basureros recogían los restos del vertedero juvenil y los vecinos aliviaban su indignación con el quiosquero. Ése era el histórico momento en que un grupo de intelectuales, siempre a la vanguardia, decidían tomar cartas en el asunto: promovían un manifiesto en defensa del botellón de la divina juventud. Una, melancólica, antigua, amante del silencio, acomplejada en el fondo por no estar a la altura de los tiempos, llamaba a la empresa de mudanzas Los Chorbos, empresa que se caracterizaba porque los empleados te montaban un pollo si tenían que cargar con un sofá, y nos íbamos del barrio. Tras medio año de tranquilidad, una tarde, de pronto, aparecía un pájaro con litrona y se sentaba en la puerta de tu casa. Sentías un escalofrío. Al poco aparecía otro, y al cabo, mil. Y vuelta a empezar: meadas colectivas, manifiesto en defensa de los espacios de ocio (¡que al final hasta yo me animé a firmar por no ser menos!) y mudanza con los jodíos Chorbos. Lo curioso es que la aparición del primer pájaro siempre sorprende. Nunca pensamos que una costumbre que consideramos idiota va a convertirse en colectiva. Cuando vi por primera vez, en uno de esos centros comerciales de Villalba donde las familias socializan los fines de semana, a niños de doce años hablando por el móvil, nunca pensé que el móvil se convertiría en algo así como la cartera y el donut para nuestros adolescentes. La primera vez que vi a un niño en un restaurante jugando a la Gameboy ignorando a sus padres y abriendo la boca sin apartar la mirada cuando su madre le acercaba el tenedor, pensé: "Estos padres ganarían un concurso de padres idiotas". Ha pasado el tiempo y está visto que en dicho concurso el primer puesto está reñidísimo. La Ley de Tippi consistiría en asegurar que cuanta más grande sea la estupidez de un marcador de tendencia, más será imitada en el futuro. Les cuento algo que vi el otro día que me estremeció: una pareja, a primera vista normal, empujaba el carrito de una criatura de año y medio o así. El crío, como si estuviera en un sillón de Iberia de clase preferente, llevaba enganchado al carro una minipantalla y veía los dibujos animados mientras engullía una bolsa de ganchitos. Pero es que a los pocos días, en un restaurante, un chaval de unos diez años con unos supercascos veía hipnotizado una película de corte violento. Su madre le enrollaba los espaguetis (obviamente, el crío no podía) y daba de comer al pequeño monstruo. Mi experiencia me dice que esos dos pájaros pronto se convertirán en bandada. El mismo día que yo veía estas cosas como la bruja ve el futuro en la bola de cristal, Vicente Verdú escribía un artículo muy penetrante sobre la extrañeza cada vez más grande que los padres tienen hacia los hijos. Tanta ilusión por tenerlos y, en aras de la bendita libertad, les dejamos que crezcan solos. Eso explicaría la extraña avalancha que hay en América de películas de niños asesinos. No puede responder sólo a la influencia que El sexto sentido tuvo en el cine, tampoco a la falta de imaginación; tiene que haber algo más, y ese algo es, estoy segura, el miedo que les tienen los padres a los hijos: no entran en sus cuartos, no se atreven a educarles. Y el niño que fue tan deseado se convierte en el niño de los ojos espeluznantes que nos espera al fondo del pasillo.
Que conste que actualmente vivo la temible Ley de Tippi sin acritud: ahora que vivo en un país donde está prohibido beber en la calle, no sólo es que estaría dispuesta a firmar un manifiesto en defensa del botellón en cualquier plaza de España: ¡es que lo redactaría yo!

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