Puntos de vista
Una tarde de 1914, Marcel Duchamp se llevó a su apartamento de la rue Saint-Hyppolite un portabotellas adquirido en unos grandes almacenes del centro de París. Se trataba de una estructura metálica consistente en un conjunto de percheros de metal ordenados en cinco niveles, que servía a las familias de clase media para preservar las botellas de vino vacías antes de reutilizarlas. Duchamp, sin embargo, decidió que era una obra de arte y como tal la plantó en mitad de su salón, para que compartiera protagonismo con la cómoda y los confusos cuadros que copaban las paredes. "Lo compré como una escultura ya hecha", escribió a su hermana Suzanne en una carta dos años después: y como escultura ya hecha la exhibe el Museo de Arte Moderno del Centro Pompidou, donde se conserva una réplica del artefacto después de que el original se extraviara o acabara en cualquier basurero, que es también el destino último de las obras de arte. Donde todos veían una sencilla herramienta con el fin de cumplir un servicio doméstico por lo demás banal, Duchamp halló un hermano menor de la Mona Lisa y los girasoles de Van Gogh, un tesoro digno de ser ascendido a salas con celador y temperatura regulada. Sus ojos, sólo ellos obraron el milagro. Los ejemplos de puntos de vista pueden dispararse hasta el infinito y enseñarnos reiteradamente que todo depende del cristal con que se contemple, es más, que todo se reduce a ese cristal, como el teatro prismático de un calidoscopio. Pienso en el señor Dan Brown y sus revelaciones completamente desarmantes sobre Leonardo da Vinci y su gusto por las charadas: al parecer, el pintor renacentista podría haber trabajado en la sección de pasatiempos de un periódico, porque no existió obra de su autoría que no le sirviera para ocultar un jeroglífico.
Durante siglos, los historiadores y los entendidos en iconografía nos han enseñado que la escena retratada en el muro de cierta iglesia de Milán corresponde a la Santa Cena y que el personaje que se inclina hacia Cristo para mostrarle su devoción es San Juan Evangelista. En esta pintura devocional y aun un poco pacata, los ojos de Brown han descubierto un manifiesto secreto, una denuncia, el desvelamiento de la existencia de un evangelio oculto y del amancebamiento de Jesús con María Magdalena. El fresco es el mismo, los mismos los pigmentos: quien interpreta pone todo lo demás. Ya decía el viejo Gadamer que leer siempre consiste, más que interpretar el texto, en interpretarse a uno mismo.
El domingo pasado, El Correo de Andalucía presentaba en primera plana los resultados de un sondeo sobre popularidad de los principales políticos andaluces y la intención de voto de la población que quizá constituye una muestra todavía más fehaciente que las anteriores de que lo único que se necesita para confundir el presidio con un parador es voluntad y ojos optimistas. De la encuesta se desprendía que la mayoría de los consultados salvaban sólo a Manuel Chaves del suspenso, con un escuálido 5,43 que empeoraba cifras de meses atrás; le seguía en éxito Diego Valderas, de IU, con un 4,61; Javier Arenas debía conformarse con 4,54, casi un punto por debajo de Chaves, pero cuatro décimas por encima de su propia calificación en la última encuesta; y de Julián Álvarez, del PA, mejor no acordarnos: casi nueve de cada diez personas que votaron por su partido en las últimas elecciones ni siquiera lo conocen. Pues bien, estos resultados por sí solos no dicen nada, pero nada de nada. Hay que mirarlos, aplicar la lupa y encontrar en ellos lo que cada uno prefiera, como en esos libros con ilustraciones mágicas donde, si uno observa durante un rato, un delfín se eleva de una orgía de colorines. Los socialistas dan brincos porque son los más valorados, lisa y llanamente; los populares se muestran satisfechos porque han aumentado sus porcentajes mientras los rivales descienden; los de Izquierda Unida se congratulan de ser la segunda fuerza política más estimada; los andalucistas, aunque cueste encontrar argumentos, defienden que van por buen camino. Moraleja: cuando uno tropieza y se da de boca contra la acera no está desmorrándose, sino demostrando al profano lo duros que tiene los dientes. Para que veamos.
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