Mucho más que un estadio
El Olímpico de Berlín, síntesis de la historia alemana de los últimos 70 años
El estadio Olímpico de Berlín, escenario de la final, es una síntesis de los últimos 70 años de la historia alemana: desde los días negros del nazismo a la Alemania democrática y unificada. La carga del pasado pesa aún, ominosa, como se ha puesto de manifiesto con la polémica sobre la conveniencia o no de tapar o destruir las estatuas levantadas con motivo de su inauguración, en 1936, para los JJ OO que presidió Adolf Hitler.
Rezuma historia el estadio. En él, durante los citados Juegos, un Hitler indignado ante aquel atleta negro de Alabama llamado Jesse Owens, ganador de cuatro medallas de oro, abandonó de forma precipitada su palco para no tener que estrechar la mano a un ser de una raza inferior. La historia reivindicó a Owens. Una de las avenidas de acceso lleva hoy su nombre.
El arquitecto Werner March construyó un estadio que costó 42 millones de marcos del Reich, una suma que equivaldría a 420 millones de euros. Era una construcción moderna, concebida para llevar adelante con comodidad las tareas de la propaganda nazi. El estilo arquitectónico era el típico del colosalismo fascista y lo decoraban estatuas dedicadas al culto al cuerpo, tan caro a los nazis.
La renovación del estadio para merecer las cinco estrellas de la FIFA, junto con los de Múnich y Hamburgo, ha sido costosa y complicada. La FIFA estima el coste en 242 millones y la revista Stadionwelt en sólo 192. Por ese precio se habría podido financiar uno nuevo. El Gobierno tuvo que rascarse el bolsillo y aportar, según la FIFA, 196 millones a mayor gloria de Alemania. Otros 46 millones los tomó la sociedad explotadora del estadio a crédito, avalado por la ciudad-Estado de Berlín. Esto es como si los avalara un sintecho porque Berlín está en la ruina.
Polémica sobre las estatuas
Además de los problemas económicos, la renovación supuso una lucha permanente con los organismos encargados de la protección del patrimonio artístico, que defienden la identidad arquitectónica y urbanística de la capital alemana. Para conservar la fachada habría sido necesario encontrar la misma piedra calcárea de 1936. Al ser imposible, fue preciso cortar, numerar y transportar 18.000 placas de la misma y devolverlas a su lugar de origen. Otro detalle que pone de manifiesto la ortodoxia de los conservacionistas fue la prohibición de poner sillas azules en los graderíos, el color del equipo local, el Hertha. Son rojas. Los arquitectos compensaron a los hinchas del Hertha pintando de azul las pistas de atletismo. Situar el césped tres metros por debajo de su nivel original fue también una de las tareas más complejas y costosas.
Por si faltaba algo, estalló estos días la polémica sobre las estatuas. Dos casi profesionales de la corrección política hacia los judíos, la periodista Lea Rosh, promotora del monumento al Holocausto en el centro de Berlín, y el anciano escritor Ralph Giordano se lanzaron a competir en la lucha para tapar o incluso destruirlas por considerarlas expresión del arte nazi. No importa que lleven allí 70 años ni que durante la ocupación de Berlín los ingleses las dejasen intactas. Rosh propuso taparlas, sobre todo las de Arno Breker, una especie de escultor de cámara de Hitler: "Era un nazi de primera fila. Ya está bien que esas estatuas se exhiban en público". Sostiene Giordano: "Son horribles y mendaces. Tendrían que ser desmontadas y destruidas para mostrar de forma simbólica que Alemania actúa de forma consecuente con su pasado nazi".
La cordura parece imponerse. Las exigencias destructivas han hallado la oposición incluso del partido ecopacifista Los Verdes y de los poscomunistas del Partido del Socialismo Democrático. Un portavoz del poscomunista ministro de Cultura de Berlín, Thomas Flier, declaró: "La historia no se puede tapar, ni esconder, ni reprimir".
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