La novela de España
PUBLICÓ el distinguido arabista e historiador Manuel Gómez Moreno, allá por el año 1928, un libro que relataba en forma novelada la historia de España. Atrás habían quedado los temblores del desastre y ya se habían despejado los negros nubarrones que amenazaban sobre la tumba de la nación. España había conocido una profunda transformación al socaire de la Gran Guerra y había experimentado un notable crecimiento económico aprovechando la "orgía constructora" de los años veinte. Don Manuel, en la cresta de la prosperidad de aquellos años locos, tuvo la ocurrencia de escribir historia como novela y tituló su resultado La novela de España.
Viene esto a cuento porque escuchando al presidente del Gobierno y al líder de la oposición no se puede evitar la sensación de que estos debates sobre el estado de la nación son como variaciones sobre la novela de España. Toda historia, explicó Hayden White, está "tramada" de algún modo, como romance, tragedia, comedia o sátira. Y realmente así ocurre de forma invariable con estos debates del estado de la nación: que el presidente del Gobierno trama su relato con los elementos típicos de la comedia, mientras el líder de la oposición se siente impelido por una fuerza superior a tramarlo como tragedia.
La novela de España en trama de comedia comienza con una escena que gozaba en el siglo XIX de amplio fervor entre las menesterosas clases medias y las más boyantes burguesías. Se llamó laus Hispaniae y consistía en presentar las excelencias de un tierra feraz, con su clima delicioso y sus frutas regaladas, y con sus gentes de ingenio preclaro, valentía y hermosura, según contaba Miquel dels Sants Oliver. La pérdida de la joya de lo que fuera un imperio en cuyos dominios no se ponía el sol liquidó aquel relato y puso en su lugar una trama en modo de tragedia: tierra reseca, ruina segura. Fue lo que el mismo Oliver llamó literatura del desastre, un género que ofreció a los amantes de los quiasmos -generalmente educados en la escuela francesa- la oportunidad de catalogarla, pasados los temores del fin de siglo, como un desastre de literatura.
No hay nada nuevo bajo el sol, y este martes pasado hemos tenido ocasión de asistir otra vez al recitado de tan entrañable novela en sus dos modos habituales. El presidente rompe con su laus Hispaniae. Dice: esta España de la que vengo a hablarles es la España real, potencia media, receptora de millones de turistas, con la población en auge, "un país que vive cada día más", con sus mujeres avanzando con decisión y en el que pronto habrá agua para todos. Una trama en la que hombres y mujeres triunfan no ya sobre su mundo, sino sobre la misma naturaleza, esa madrastra, y dialogan entre sí dando lugar a una sociedad en la que los conflictos se encaminan a la escena final de una reconciliación universal en el marco, abierto, generoso, de la España plural.
No gustó la novela al líder de la oposición, tal vez por el tono épico que creyó percibir en su narrador, y tramó con los habituales recursos un relato al modo trágico. Pero, señor, para que la tragedia conmueva a un público expectante hay que decirla con brío, llevarla a las grandes alturas, dibujar sombríos pasajes, asomarse a profundos abismos, sentir la fuerza desatada del destino. Por esta vez, no hubo nada de eso, sino rutina y catálogo manido de malos augurios, lo que sirvió al presidente para rematar su propio relato sirviéndose del tentador quiasmo que su oponente le ofrecía en bandeja: el profeta de desastres no pasaba de ser un desastre de profeta.
¿Estado de la nación o novela de España? Habrá que esperar al año que viene para ver si el presidente enriquece su trama inyectando en la comedia algunas dosis de sátira y el líder de la oposición hace lo propio introduciendo en la tragedia unas gotas de romance. De momento, una cosa parece clara: mientras los populares se obstinan en precipitarse arrastrados por sus relatos de ruina y decadencia, los socialistas se aprestan a gobernar con el apoyo de CiU. Lo primero, como decía el otro, allá ellos; lo segundo, mal que le pese al presidente, puede ser perfectamente comprendido con "los viejos esquemas" y gobernado con las "rutinas tradicionales". Más aún: que la interminable novela de España y Cataluña, escrita durante los dos últimos años, culmine en la escena del abrazo es la que acostumbraban a representar los presidentes de Gobierno y de la Generalitat desde aquellos tiempos que el señor Rodríguez Zapatero llama, con razón no desprovista de desdén, el siglo pasado.
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