De pronto, la felicidad
CADA PERSONA TIENE su esquina en el mundo, una esquina que te identifica más que otros lugares que pisas, una esquina que te sirve de marco en tu propia vida y donde otros desconocidos se acostumbran a verte. Un día, como un regalo inesperado, uno de los tenderos de esa esquina te saluda desde su escaparate con un ligero movimiento de cabeza. No es nada, apenas un gesto, pero en él está contenido el reconocimiento a tu presencia, está contenida la felicidad. Tuve ese sentimiento exacto el otro día, cuando me disponía a entrar a un pequeño restaurante de mi esquina. El dueño, que vigila y cobra desde el mostrador donde vende delicatessen de tradición judía, me saludó con la misma familiaridad con la que se saluda a "los regulares". Descubrí este sitio, el Barney Greengrass, hará cosa de un año, cuando aún andaba buscando alguna cafetería delasdetodalavida en la que me atendieran camareros que no fueran actores de simpatía sobreactuada para trabajarse la propina. Por Dios, ¿en la escuela de interpretación no podrían incluir una asignatura para que los actores aprendan el arte de la naturalidad en la vida real? La primera vez que entré a Barney me quedé parada, como si hubiera dado con la cueva del tesoro. A un lado del local se encuentra el ultramarinos, una exposición de adobos, salmones, esturión y pastramis que han alimentado desde hace un siglo a esos judíos y adictos a la comida centroeuropea que seguían la tragedia del mundo sentados a las mesas de este viejo Deli, como si fueran personajes de novela de Bashevis Singer, que vivía justo enfrente. Daniel Gilbert, psicólogo de Harvard, ha escrito un libro sobre la felicidad, Stumbling on happiness (Tropezando con la felicidad), en el que habla de la relación del ser humano con el sentimiento más anhelado, el que te hunde o te levanta el ánimo. El profesor Gilbert, sin conocerme, le ha puesto nombre a lo que yo siento cuando el dueño de Barney me considera una clienta habitual, cuando el camarero me pone una tarta de queso de postre sin que yo se la pida o cuando, con un relajo que nada tiene que ver con esa demostración histérica tan americana de culto al trabajo, se sienta conmigo y cuenta que sabe algo de español porque ahora mismo es el idioma de las cocinas neoyorquinas. El psicólogo Gilbert, sin conocerme, ha dado en el clavo: uno no tiene por qué ser feliz con las grandes cosas por las que ha luchado; al contrario, puede que lo grande acabe provocando una suerte de decepción, dado que el que deseó ya no es el mismo que posee; por otra parte, el ser humano está preparado para recuperarse de los grandes golpes, a no ser que la biología se lo impida. Pero lo que parece fundamental en la vida de cualquiera es el detalle, la sensación de armonía diaria. Un día de tu vida se te puede arruinar por la bronca con un taxista, por una mala palabra de un vecino o por tener que pasar los domingos solo; pero también puedes tocar el cielo con el saludo de un tendero, así de simple, con el saludo que el hijo de Barney, el anciano fundador, me dedica desde la caja registradora. Barney, ochenta años en pie, ochenta años en los que según voy averiguando muchos personajes notables se comieron el sándwich número 7 antes que yo. El 7 es el número que a mí me da la felicidad diaria: pastrami, pavo, ensalada de col, pan de centeno. Lo pienso y se me llena la boca de esperanza. Antes que yo comió sietes el presidente Roosevelt, aún los come el escritor Philip Roth, que se encuentra aquí cuando viene a la ciudad con su colega Norman Manea. También descubro entre las botellas, los bagels y las latas de arenques una foto de Sarah Jessica Parker que, sin maquillar y sin manolos, se queda en lo que realmente es: una chica judía de rasgos grandes y expresivos. Los recortes de periódico se acumulan en el escaparate: esa crónica en la que se cuenta cómo el popularísimo cómico Jerry Seinfeld (¡como uno más!) estuvo haciendo cola en la calle un domingo. Y ahora mismo, en la mesa de al lado, el actor Richard Dreyfuss, con trazas de estar entrando en la ancianidad, se toma un siete con sus hijos, unos chavales de aspecto indie. Cuando Dreyfuss se va, el camarero nos guiña un ojo y comenta: "Un buen tío". Esto es la felicidad: un siete y una cerveza, la Brooklyn Lager, que es rubia y chispeante como mi añorada Mahou. Por esa maravillosa red de conexiones cerebrales, la cerveza de Brooklyn me hace recordar una película que volví a ver el otro día, Smoke. Al vídeo de Smoke le han incorporado comentarios de Harvey Keitel: "Esta película", dice, "habla de la esquina que cada ser humano tiene en el mundo". La voz cálida de Keitel nos cuenta cómo interpretó a Auggie, ese tendero que todos quisiéramos tener en nuestra esquina para disfrutar de ese tipo de amistad que surge del trato casual. La amistad que no buscas, pero encuentras, como la felicidad de la que habla el profesor Gilbert, la felicidad del azar. Es por azar por lo que de pronto recuerdo la escena final de Smoke, esa en la que Keitel le cuenta una historia navideña al escritor interpretado por Willian Hurt. Están sentados en una vieja cafetería. Siempre había pensado que como la película estaba rodada en los escenarios reales, la cafetería estaría en el Brooklyn de Paul Auster. Apurando mi último bocado de felicidad, le pregunto al dueño: ¿Fue rodada aquí una escena de Smoke?, y me dice con orgullo: "La última, justo en ese rincón". Y aunque no soy propensa a la mitomanía, ese pequeño hallazgo me dibuja una sonrisa en la cara. Decididamente, mi número de la suerte es el 7.
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