_
_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Siberia

EN 1837, cuando Hegel estaba en el apogeo de su gloria, publicó sus Lecciones sobre filosofía de la historia universal, que recogían los cursos que había dictado sobre este tema en la Universidad de Berlín. El ensayista húngaro László Földényi, a partir de una vaga referencia escrita sobre Hegel por A. J. Vrangel, fiscal de un lugar donde pasó gran parte de su destierro siberiano Dostoivieski, con quien intimó y sobre el que luego escribió un libro, imagina que ambos estudiaron la monumental obra antes citada del filósofo alemán. Esta atrayente conjetura de Földényi no está expuesta en ninguna novela, sino en un ensayo, bastante radical e intempestivo, titulado, con rotundidad, Dostoyvski lee a Hegel en Siberia y rompe a llorar (Galaxia Gutenberg), en el que confronta el racionalismo secularizador del alemán con el misticismo del escritor ruso, totalmente antitéticos entre sí, al margen de que el segundo hubiera leído de verdad o no la obra del primero.

En cualquier caso, la hipótesis de Földényi no se basa en si es comprobable eruditamente su suposición, sino en que Hegel, que pretende abarcar todos los hechos y lugares directamente relacionados con su concepto de civilización, afirma que esta enorme y desolada extensión rusa no merecía ninguna atención, desde el punto de vista de la filosofía de la historia, porque estaba fuera de la Historia, siendo como era hasta ese momento principalmente un conjunto de pequeñas comunidades rurales dispersas y, sobre todo, el destino penal de una población reclusa y desterrada, que, entre 1827 y 1846, alcanzó la escalofriante cifra de 150.000 habitantes, entre ellos el entonces joven nihilista desconocido Dostoievski, el cual, hay que suponer, que se echaría a llorar al saber que ni él, ni sus afligidos colegas perdidos por la helada estepa, contaban para nada; vamos: que ni siquiera existían. Es cierto, como también nos lo recuerda Földényi, que Hegel también excluía del proceso histórico dinámico a todo un continente, África, pero es dudoso que esto sirviera de consuelo a los desterrados en Siberia.

Pero el objetivo de Földényi al remarcar estas exclusiones del totalizante filósofo alemán, no es sólo poner en entredicho el sistema hegeliano, que, al fin y al cabo, se basaba en la ecuación idealista de que todo lo real es racional y todo lo racional es real, sino el andamiaje mismo del racionalismo secularizador de nuestra época, que aparta de sí, como la peste, lo que tiene la vida de irreductiblemente oscuro, inexplicable, misterioso, técnicamente incontrolable. Esta actitud ha supuesto "mecanizar" la vida y degradar la existencia al hacer así imposible la experiencia de la libertad, que surge de la personal tensión que cada ser humano sufre entre sus limitaciones y el ansia por romperlas. En este sentido, se opine lo que se opine acerca del diagnóstico de Földényi sobre la amputación hegeliana de todo lo que no concordaba con la razón instrumental de Occidente, la historia contemporánea ha demostrado la devastación de la vida concebida sólo como Espíritu y su larga cola de sucedáneos y, asimismo, el porqué hoy no sabemos qué hacer con el arte.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_