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Columna
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Vivir en la Luna

Por lo general, a los madrileños que nunca han vivido en la periferia todo les cae lejos. Les parece que vivir en Móstoles, Alcorcón, Majadahonda, San Sebastián de los Reyes, Rivas-Vaciamadrid, Leganés, Fuenlabrada, Villalba o Getafe es como vivir en la Luna. Y puede que tengan razón; por propia experiencia sé que la perspectiva de lo que es esta ciudad cambia cuando se la ve desde lejos. Es como si los madrileños nos dividiésemos en dos, los de dentro y los que tienen que coger la carretera o el tren de cercanías para llegar a casa, para recorrer el cordón umbilical que une el pequeño mundo de la vida cotidiana, donde uno duerme, se ducha y sale en pantalón corto a pasear el perro, con el gran mundo del trabajo, las compras, las citas con los colegas para comer y, en definitiva, donde no está la casa de uno.

A pesar de que sea más incómodo y haya que hacer unos cuantos kilómetros diarios y haya que soportar atascos y que madrugar más, compensa la impresión de ir separándose físicamente de toda una jornada de trabajo y ajetreo e ir acercándose lentamente a la intimidad. A la pareja, si se tiene. A los hijos, si se tienen. O a la paz, si se tiene. Digamos que este tránsito nos permite salir de un estado para entrar en el otro sin brusquedad. Da tiempo para dejar atrás sinsabores y preocupaciones que de otra forma, sin querer, acaban metiéndose en casa como el olor a tabaco de los bares, que se queda pegado a la ropa y el pelo. Otras veces las sensaciones hay que mitigarlas por ser demasiado agradables e inquietantes, como le pasaba a Meryl Streep cuando en Enamorarse regresaba a casa en el tren de cercanías desde Manhattan tras sus citas con Robert de Niro. O como muchos años antes le sucedía a Celia Johnson en Breve encuentro tras verse con Trevor Howard. Seres corrientes que por azar se tropiezan en tierra de nadie y de todos, y entonces su vida se vuelve profunda y marginal. El hecho de vivir en la Luna propicia estas situaciones aunque luego sólo ocurran en las películas. A mí, por ejemplo, que viví durante varios años a 15 kilómetros de Madrid, no me sucedió nunca. Ahora me agota sólo pensar en aquel trayecto que me hacía a diario sentada en el autobús mientras por las ventanillas pasaba un paisaje muy fecundo en pensamientos.

El viaje es un gran estimulante de la imaginación, algo así como un agitador de neuronas. Me gusta mucho la historia del norteamericano Fredric Brown, un hombre menudo, corriente, linotipista de profesión, que escribió algunas de las mejores páginas de literatura fantástica y policial. Sus cuentos de ciencia-ficción destilan encanto por los cuatro costados. Bueno, pues el buen Brown, cuando se encontraba bloqueado y no se le ocurría gran cosa, se subía en un autobús y se dedicaba a cruzar un Estado tras otro, inspirándose en lo que veía desde los asientos traseros, ayudado, todo hay que decirlo, con algo de alcohol. Y debía de darle resultado a la vista del atrevimiento y la libertad con que sus historias nos obligan a extrañarnos de nosotros mismos. Siempre me han atraído los escritores que llevan una vida vulgar porque comprenden muy bien a sus semejantes, sus sueños y frustraciones, su angustia y ratos de ensoñación.

Aunque el gran bebedor que nos sumergió con maravillosa lucidez en la melancolía de las vidas anónimas de los hombres y mujeres que no hacen nada extraordinario fue John Cheever. Él supo arrancar la esencia a un lento atardecer en el salón de un unifamiliar o de un chalé alquilado junto al mar. Hasta el punto de que se le ha llamado el Chéjov de los suburbios. Hay autores que escriben sobre estas cosas, sobre las emociones y la vida, sobre nuestra epopeya personal. Sobre Nuestra epopeya (Alfaguara), como ha titulado Manuel Longares su inspirada y excelente última novela, que cuenta una historia de lucha y supervivencia desde la posguerra hasta aquí, desde las cartillas de racionamiento a los televisores de plasma, para decir algo que es aplicable a cualquier momento de la vida: la vida es aprendizaje y es adaptación, y las dos cosas son difíciles. Es importante que los jóvenes lean esta novela para que comprendan mejor lo que es este país, de dónde hemos salido y todo lo que se ha tenido que soportar para llegar a ser como los personajes perdidos de los extrarradios de Cheever. Como dice Longares: "Así es nuestra epopeya: pedíamos la Luna y nos dieron una carretera".

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