El gran carnaval
Mientras los aspirantes al título mundial hacen sus últimos preparativos para el campeonato, la selección española sigue buscando un estilo.
Bajo las gafas de acero de Marcelo Lippi, los chicos de la squadra azzurra templan las costuras de sus botas y se disponen a practicar una de las más viejas tradiciones del calcio. Aunque ahora la llaman catenaccio es en realidad una variante moderna de la formación en tortuga de las legiones romanas. El sistema consiste en emboscarse junto a la portería y cumplir varias órdenes sucesivas: apretar las líneas en un rectángulo indeformable, convertir la masa muscular en una coraza móvil, esperar algún error del adversario y clavar el contraataque.
Inglaterra y Alemania, en cambio, aplican un fútbol de excavadora que, con algunas diferencias de escuela, convierte el campo en una factoría. Sus equipos tienen, por supuesto, el sonido tosco de la maquinaria industrial y como de costumbre hacen rodar el balón por las cintas sinfín, las cadenas de montaje y los programas de ordenador. Para resistir semejante despliegue utilizan sus reservas de carne, sudor y grasa, y necesitan el esfuerzo combinado de futbolistas que piensan como braceros y braceros que piensan como futbolistas.
Unos y otros revisan el cajón de las herramientas; Holanda con su toque, Paraguay con su garra, México con sus mariachis y la emergente África con sus nuevos exploradores repasan las cualidades que han dado dos ventajas a sus equipos: primero una fisonomía y después un rendimiento. Algunos metros por delante, Argentina, curtida en los ventisqueros de todo el mundo, ha reunido valores tan dispersos como Riquelme, Ayala, Messi, Zanetti, Aimar o Samuel, los ha puesto al servicio de la misma voluntad corporativa y ha conseguido una elaborada síntesis de habilidad, disciplina y furia.
Sola por delante, en su propia categoría musical, a mitad de camino entre orfeo negro y orquesta de jazz, está Brasil. Gra cias a Ronaldinho, Robinho, Adriano, Ronaldo y Kaká nos ha devuelto a Pelé, Garrincha, De Moraes, Zico y Jobim, la mejor delantera del conservatorio. Con sus timbales, sus colores de guacamayo, su esquema ondulante y su juego iluminado es, para muchos de nosotros, como una segunda pulsación. Para ellos, los canarinhos, el compás y el sistema son sólo un complemento circunstancial: puede parecer que bailan lento, pero siempre matan rápido. En un solo quiebro son capaces de romperte la cintura y el corazón.
Los chicos de Luis, mientras tanto, tienen la vaga memoria de un pasado de futbolistas mayores y triunfos menores. A veces ganan y a veces pierden, pero siguen haciéndose las dos viejas preguntas sobre su propia identidad. Quieren saber quiénes somos y a qué jugamos.
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