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Columna
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La violencia gratuita de la abundancia

Nos estamos acostumbrando, malamente, a que la delincuencia utilice una agresividad brutal, innecesaria, para llevar a cabo sus fechorías. Quizás sea porque en otras partes del mundo -y no quiero decir que no haya delincuencia nacional tan agresiva o más- la vida de las personas vale bastante menos, y las palizas sistemáticas por un puñado de euros, en ocasiones hasta la muerte, están a la orden del día. Pero hay algo más que eso.

No fue ni en la Costa del Sol ni en Cataluña, no nos queda el consuelo de la lejanía. Hasta cuarenta puntos de sutura en la cabeza tuvo que recibir la empleada de una gasolinera en Markina tras padecer la agresión de un atracador. Les ruego que se paren un poco a pensar en la cantidad de golpes que tuvo que recibir esta desgraciada mujer; piénsenlo un poco, porque me temo que nos estamos acostumbrando a estos niveles de violencia y sólo sabremos reaccionar cuando nos toque a nosotros mismos o a un ser allegado. Me entero también por la prensa que este fin de semana un menor fue detenido por agredir e intentar violar a una mujer en las Calzadas de Begoña, en pleno Casco Viejo de Bilbao.

Uno echa de menos en otras facetas de la seguridad la tensión comunicativa que se está poniendo sobre el tráfico

Empezamos a descubrir en nuestro alrededor escenas que mirábamos en las series americanas de televisión, se nos recomienda que a partir de determinada hora no pasemos por algunas calles. Y lo aceptamos con demasiada naturalidad, como si fuera inevitable, cuando nunca ha habido tanta policía, guardias de seguridad y cámaras por todas las esquinas. Parece como si toda la seguridad se concentrara en los controles de los aeropuertos, para no ver, o ver muy poco, cuando hace falta en una calle. En un país donde la violencia está más que delegada en el Estado y en su multitud de organismos responsables, sería un sarcasmo pedir al ciudadano que ponga él los medios para defenderse.

Pero también puede ser que hayamos asumido ya la impotencia, pensando que nunca nos pasará algo semejante y que no hay que darle vueltas, aceptando lo que venga con fatalismo. Como aguantamos ya la juerga del botellón las noches de fin de semana, a los consumidores de alcohol en la acera de la puerta del bar, a altas horas de madrugada, justo debajo de ventanas donde los vecinos quieren dormir, o a los jovencitos del canuto riendo chillonamente a esas horas en las puertas de un cibercafé, porque dentro no les dejan fumar tabaco y salen a la acera a fumar los porros. Hemos ido asumiendo demasiadas cosas preparándonos para las peores. Mientras no me toque...

Uno echa de menos en otras facetas de la seguridad la tensión comunicativa que se está poniendo sobre la seguridad en el tráfico. La del tráfico tiene fácil solución desde el momento que se le endosó la responsabilidad al usuario del automóvil. La otra no es tan fácil porque implica directamente a los poderes públicos, que en algunas cuestiones han sido muy comprensivos admitiendo ciertos comportamientos favorecedores de lo que hoy padecemos, el ocio nocturno aderezado de excitantes, la promoción de determinados encuentros de masas y la falta de prevención ante ellos. Se ha admitido que la agresividad rodea el deporte, sus triunfos y sus derrotas, y hay bandas organizadas no ajenas a determinados clubes, o al menos a determinados momentos en determinados clubes. Vemos la agresividad presente en muchos programas basura de televisión, donde el que va con educación -que normalmente no va- parece que carece de argumentos. La agresividad está en la política y sus formas más brutales no han dejado de ofrecer una gran seducción, sobre todo en la juventud. Si no se ha ido poniendo obstáculo a esto, no es de extrañar que ocurran brutalidades en lo que se califica como delincuencia común.

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No es sólo que los actos parezcan más crueles, es que nos parece que se producen muchos más. Hace unos años, uno se podía consolar pensando que no nos atracarían porque no teníamos nada de valor. Hoy, en muchas ocasiones, no se sabe si se atraca por el botín o por el maligno placer de apalear a la víctima, exclusiva razón para que jovenzuelos de familias bien, de aquí de toda la vida, se dediquen a golpear indigentes y filmar la paliza, que puede llegar a ser mortal.

Es muy probable que el común denominador de toda esta delincuencia tan cruel sea la desaparición de multitud valores necesarios para la convivencia y su gratuidad, porque se da precisamente cuando las necesidades materiales están más resueltas, o paliadas, que nunca. Es por el enfermizo placer de causar dolor y reafirmar una personalidad en crisis por lo que se cometen cantidad de ataques desalmados cuyo fin no es siempre el robo. Nunca hemos tenido tantos policías y miembros de seguridad, pero los maestros ya hace años empezaron a denunciar la existencia de una violencia que les desbordaba en las clases. Probablemente todo empiece en casa y, después, pase por las aulas.

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