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Precio político o aplicación de la ley

No es bueno que los estados de ánimo transiten entre la euforia y la depresión en el actual proceso que debería de conducir al final de toda violencia por parte de ETA. Lo más sensato es estar a los hechos, siempre que tengamos en cuenta que en política las tomas de posición públicas son también hechos, en cuanto pueden incidir en las actitudes y sentimientos de las personas. En este sentido, las recientes declaraciones de portavoces de la banda armada al diario Gara son un hecho, con alcance político, que no conviene despachar con la benevolente consideración de que están realizadas para consumo interno. Estén hechas o no para tranquilizar a ese mundo mal llamado de la izquierda abertzale, lo cierto es que reflejan una manera de enfocar la cuestión que está fuera de la realidad y, además, imposible de asumir por un sistema democrático. Por eso es coherente que desde los poderes públicos se haya repetido, hasta la saciedad, que la desaparición de la organización terrorista no supondrá ninguna contrapartida de naturaleza política.

Pero, ¿qué quiere decir, en las actuales condiciones, pagar un precio político? Se supone, en pura lógica, que eso sucedería cuando los poderes públicos modificasen algún elemento del orden constitucional o legal vigente a cambio del final de la violencia, ya fuese aceptando el derecho de autodeterminación, o la llamada territorialidad, la amnistía o cualquier otro aspecto que chocase con nuestras normas de convivencia. Pues bien, en una democracia ningún gobierno puede hacer este tipo de concesiones, aun cuando así lo desease, que no es el caso. Siempre he pensado que cuando una democracia cede al chantaje de la violencia, esa democracia está herida de muerte, y no creo que la democracia española, con lo que ha costado traerla y con la solidez de que disfruta, vaya a cometer tamaño desatino. Y sería menester que esta imposibilidad la asumieran aquellos que deben abandonar, de manera definitiva, todo tipo de violencia y, también, los partidos que, al margen de toda evidencia empírica, siguen planteando cuestiones que saben perfectamente que no son viables dentro de las normas que nos rigen, que deben ser respetadas y que todo gobierno tiene la obligación de hacer cumplir.

Ahora bien, sería erróneo, y conduciría a un callejón sin salida, confundir el pagar un precio político con la aplicación normal de la legalidad vigente. Es decir, no tiene nada que ver el hacer concesiones a los violentos con la aplicación regular de las normas democráticas, una vez que se ha constatado fehacientemente que ETA ha abandonado la violencia. En este sentido, por ejemplo, la legalización de un nuevo partido que representase a la llamada izquierda abertzale no supondría ninguna licencia o cesión ilegítima, sino la simple aplicación de la legalidad, siempre y cuando dicho partido cumpliese con las condiciones y requisitos establecidos en la Ley de Partidos. Y una vez en la legalidad esa formación política, como otra cualquiera, podría defender el derecho de autodeterminación, la independencia de Euskadi y todo aquello que no supusiese un ilícito penal, como por otro lado ya lo hacen otros partidos, a través de métodos estrictamente democráticos. Lo que no se puede pretender es ser legal, y presentarse a las elecciones, sin el previo abandono de cualquier connivencia expresa o tácita con la violencia, sin su condena, o de una forma que suponga la mera continuación o sucesión de las actividades de un partido que haya sido declarado ilegal y disuelto, pues ello no lo permite la ley de partidos. Ley que, por otra parte, tiene vocación de permanencia.

Lo mismo podría suceder con la delicada cuestión de los presos por actividades terroristas. Nuestra Constitución no permite la concesión de amnistías y cuando señala, en su artículo 62, que corresponde al Rey ejercer el derecho de gracia con arreglo a la ley, añade expresamente "que no podrá autorizar indultos generales". En consecuencia, está fuera de la realidad plantear esta po

sibilidad, pues para ello sería necesario modificar la Constitución. Ahora bien, también nuestra ley de leyes dice en su artículo 25.2 que "las penas privativas de libertad y las medidas de seguridad estarán orientadas a la reeducación y reinserción social". Es decir, el encarcelamiento del que delinque no tiene una finalidad vengativa sino que, sobre todo, busca que el penado abandone la actividad delictiva y se integre en la vida social como un ciudadano normal.

Por tanto, una vez desaparecida definitivamente la actividad violenta y la organización que la provoca, las leyes penales y penitenciarias de la democracia contienen los mecanismos para encauzar el problema, sin necesidad de "generosidades" forzadas y con respeto escrupuloso a la dignidad de las víctimas. Las leyes democráticas son siempre generosas, pero no más allá de lo que las propias leyes dicen y en los términos en que deben ser interpretadas en concordancia con el contexto en que se aplican. Por eso, la solución que se dé en el futuro a la situación de los presos por terrorismo no debería contemplarse como una concesión al cese de la violencia sino como la normal aplicación de las leyes y la consecuencia lógica del fin de esa violencia.

Igual acontece con la cuestión del lugar donde se cumple la condena. El objetivo de la medida que se tomó en su día no creo que fuese el alejamiento de los presos del lugar de residencia sino la dispersión, que es cosa bien distinta. Certificado el cese permanente de la violencia, dejaría de tener sentido tanto la dispersión como el alejamiento, pues habría desaparecido la causa que lo motivó.

En otro orden de cosas, se oyen voces solicitando ya la convocatoria de una mesa de partidos vascos, que sería la encargada de debatir los temas de naturaleza política. Aquí también se plantea el asunto de manera desenfocada. Supondría un disparate que los partidos democráticos se sentasen a discutir colectivamente con organizaciones declaradas fuera de la ley. E igual de grande sería el dislate si un gobierno democrático se pusiese a negociar cuestiones políticas con una entidad terrorista. Una mesa de partidos, en democracia, sólo puede formarse con organizaciones legales, tengan o no, en un momento determinado, presencia parlamentaria. Todo ello por un principio básico que debe presidir siempre un proceso de estas características y es el del respeto a la ley y a las formas que esa legalidad establece.

De esta suerte, una negociación política sobre el futuro institucional de Euskadi debe hacerse por los partidos políticos legales, sin exclusiones, en ausencia definitiva de toda violencia y en el respeto de los procedimientos constitucionales. Pretender, como insinúan o afirman algunos, iniciar un diálogo político sobre cuestiones sustantivas mientras subsista la posibilidad de un regreso a la violencia por parte de ETA, no me parece lo más recomendable.

Resultan, por el contrario, muy correctas las opiniones que han expresado que primero la "paz" y luego la "política", lo que no empece para que la política pueda ayudar a conseguir el fin de la violencia.

Una última reflexión sobre el famoso "derecho a decidir" que por algunos se utiliza como sinónimo del derecho de autodeterminación. Parto de la base de que el actual ordenamiento constitucional y estatutario reconoce ese derecho a decidir, esto es, asume que la última palabra la tienen los vascos. Al igual que la tienen los catalanes y la van a manifestar el próximo 18 de junio. Lo que conviene recordar es que Euskadi no parte de un vacío legal e institucional. Su autonomía se sustenta en la Constitución de 1978 y en el Estatuto de Gernika, que han sido votados por la mayoría de los que ejercieron el sufragio. Luego cualquier modificación de ese marco estatutario debería contar con un acuerdo por lo menos tan amplio como el que tuvo entonces y plasmarse a través de los mecanismos que las propias normas establecen. De lo contrario, se estaría violentando la voluntad de los propios vascos. Porque como está sucediendo en las reformas estatutarias en curso, una vez acordado por los parlamentos vasco y español el texto de que se tratase -en el caso de que se desease abordar una reforma- éste debería ser sometido a la voluntad de la ciudadanía de Euskadi, que podría aprobarlo o rechazarlo. Por el contrario, lo que se propone desde los que interpretan el derecho a decidir -versión autodeterminación- es lo siguiente: la Constitución y el Estatuto no existen y los vascos y vascas, como le gusta decir al lehendakari, desde su soberanía -ergo ya independientes- deciden si desean o no seguir formando parte de España o cualquier otra fórmula. Esta opción, además de no ser legal, no es aceptable políticamente ni por la inmensa mayoría de los españoles, ni como mínimo por la mitad de los vascos y conduciría a resultados indeseables que cualquiera puede comprender. Otegi lo ha explicado muy bien, quizá sin darse cuenta, al preguntarse: ¿por qué los vascos no podemos decidir como en Montenegro? Quizá por la simple razón de que los vascos no quieren vivir como en Montenegro y, desde luego, España, ni Europa, desean terminar como Yugoslavia. Seamos sensatos.

-Nicolás Sartorius es vicepresidente de la Fundación Alternativas.

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