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Columna
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La segunda muerte del teatro Albéniz

Matar un teatro es crimen de lesa iniquidad, pero matar un teatro resucitado como el Albéniz es doblemente inicuo. Después de unos años como sala de cine especializada en el espectacular pero efímero formato del cinerama, el teatro de la calle de La Paz cerró sus puertas y permaneció en hibernación hasta que la Comunidad de Madrid, en los primeros años ochenta, lo rescató para la escena y lo devolvió a sus antiguos menesteres teatrales. En pocos años, gracias al tesón, la profesionalidad, la intuición y la vocación de la irremplazable Teresa Vico, el Albéniz se transformaría en un punto de referencia imprescindible en la depauperada cartelera teatral madrileña con una programación de calidad, abierta a todos los géneros escénicos, que incorporaba las propuestas más arriesgadas y ensamblaba sin complejos el teatro clásico y la danza contemporánea, la escena internacional, la lírica, el flamenco y los recitales de autor, la experimentación con la tradición, el riesgo con las apuestas consolidadas.

Murió Teresa y ahora dejan que muera su obra. Teresa Vico iluminó las sombras del viejo, inhóspito y desgraciado teatro que tenía, y hoy recupera, su leyenda negra, una maldición congénita desde su inauguración en marzo de 1945, en plena posguerra y a dos pasos de la ominosa Dirección General de Seguridad y del reloj de gobernación. Cuentan las crónicas que los espectadores que acudieron al estreno criticaron en muy duros términos las modernas figuras mecánicas que adornaban su fachada, autómatas ataviados con trajes regionales y presuntamente dotados de movimiento. No tardó la dirección del coliseo en retirarlas de la vista y el edificio despojado cubrió desde entonces su desnudez impúdica con enormes carteleras.

Yo he visto esas estatuas robóticas dentro del teatro, dormidas, inquietantes y grotescas. Hechas para mirarse de abajo arriba, a distancia las estatuas miraban de cerca a los espectadores con ira y reproche, como culpables de su injusto encierro. Me dijeron que las desahuciadas criaturas eran obra de Sert, pero por más que busco en las respectivas biografías del muralista José María y del arquitecto José Luis, no encuentro referencias a la autoría de estos pobres autómatas bastardos, que desde la penumbra rumian su venganza. Murió Teresa Vico, la única que supo conjurarlos, mantenerlos a raya en sus rincones, alimentándose tal vez del eco de las voces, las luces y las ovaciones, después de unos años de estruendo en sensurround, cine panorámico y palomitas.

Yo vi en el cine Albéniz, en la primera fila y después de una noche de insomnio, las apabullantes imágenes de 2001, una odisea del espacio, sumido en un trance hipnótico y alucinatorio. Años después, recién recuperado el teatro, un día exploré por mi cuenta, a cuenta de mi curiosidad insaciable, los numerosos pasadizos, galerías y escaleras del edificio y, al llegar a una de las plantas superiores en penumbra, vi un resquicio de luz bajo una puerta, la abrí con cuidado y me encontré de golpe en la sala de estar de una familia que veía la televisión arrellanada en el tresillo y que me invitó amablemente a visitar su insólita vivienda. Me temo que si no han abandonado ya su hogar, no tardarán mucho en hacerlo; el malhadado teatro Albéniz perecerá pronto a causa de la maldición, no de la maldición de las estatuas, sucumbirá bajo una maldición, que es epidemia en Madrid, la del desdén y la desidia municipal y autonómica, del maleficio de las permisivas autoridades que autorizan la demolición de un teatro y la construcción de un centro comercial más en el gran centro comercial de la ciudad, junto al zoco galdosiano de la plaza de Pontejos, mercado bullicioso y tradicional de la mercería y la pasamanería. En la calle de La Paz, frente al teatro, sobrevive una de las más castizas y honradas tabernas de Madrid. En la calle de La Paz y sus aledaños abundan las tiendas de imágenes, objetos y ornamentos religiosos, estampitas, devocionarios y cristiana parafernalia de mercadillo espiritual. Pero los dioses franquiciados de los centros comerciales son inmunes a las jaculatorias, a las tabernas y a los teatros, el shopping es el rito de moda y el primer espectáculo de masas. Y espectacular, apocalíptico, será el caos en torno a la siempre caótica Puerta del Sol, kilómetro cero de todos los malditos embrollos.

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