Cien años incompletos
Una de las mayores figuras de la Lógica del siglo XX nos recorre con su mirada. Kurt Gödel, matemático y lógico nacido en 1906 en Brno, actual República Checa, vivió y se educó en el excitante ambiente de la Viena de entreguerras. Como tantos cerebros, tuvo que huir de Europa tras el ascenso del nazismo, finalizando su recorrido en el Instituto de Estudios Avanzados, en Princeton (EE UU). Allí coincide con otros refugiados ilustres como el ya famoso Albert Einstein, con quien trabaría una íntima amistad. Su vida, al igual que su obra -siempre en forma de artículos- representa el desesperado intento de sobrevivir de la razón crítica e ilustrada europea en la época que habría de suponer el fin de la modernidad.
La obra de este peculiar genio se refiere en su práctica totalidad a lo que conocemos como Lógica matemática; se le reconoce ser el único personaje capaz de sostener la mirada del otro gran lógico de la historia, Aristóteles. Su logro más notable, los teoremas de incompletitud para aritmética elemental, hay que entenderlo dentro de un objetivo recurrente en su época: el logro de formas óptimas de expresión del conocimiento. Nuestras teorías tienen que poderse formular sin ambigüedad alguna, siendo conveniente contar con mecanismos que analicen de forma sistemática cualquier asunto de su incumbencia. Este ideal conocido como método axiomático exigía que una teoría científica madura, debiera poderse reducir a una serie básica y finita de enunciados: sus axiomas. Este objetivo, otra metáfora del exceso de la razón moderna, fue desarrollado por el matemático alemán David Hilbert bajo el nombre de Programa Formalista. Una teoría axiomática adquiría entonces compromisos mucho más estrictos que los que se le pueden exigir a una teoría informal. El primero y principal es el de la consistencia. Por consistencia entendemos aquella propiedad que tienen las teorías que de ellas no surja contradicción; dicho de otro modo, que de ellas no sea posible obtener una afirmación y su contraria.
Tal demostración de consistencia para la aritmética elemental, se convirtió en el primer tercio de siglo, en clave de bóveda de todo el sueño formalista. Y con ello de uno de los proyectos intelectuales más ambiciosos de todos los tiempos: la sistematización de grandes porciones del conocimiento humano.
Este sueño es el que Gödel se encargó de demoler. Pero, sorprendentemente, no demostrando la inconsistencia de la aritmética, sino algo bastante más enigmático. Su primer teorema dice que si la aritmética es consistente, entonces existen fórmulas aritméticas que no se pueden demostrar como pertenecientes a ella o no. Su segundo teorema de incompletitud afirma que si nuevamente la aritmética es consistente, entonces no hay modo de establecer esta consistencia dentro de los límites de la propia aritmética. Y tampoco se puede lograr este objetivo recurriendo a teorías de mayor potencia.
La limitación descrita es, lo sabemos hoy, esencial al propio conocimiento formal del ser humano. Pero alcanzar un resultado de tan extraña apariencia supuso ingeniar el mecanismo originario de la Teoría de la Computación. Este procedimiento sistematizó la traducción de cualquier expresión de un lenguaje formalizado -la aritmética o los lenguajes de programación- a números. Al mostrar que para ello sólo se precisaba aritmética elemental, Gödel obtuvo una consecuencia inesperada y paradójica. Si un enunciado sobre la aritmética puede ser reducido a números, y los enunciados de la aritmética hablan propiamente de estos, la aritmética es capaz de hablar sobre sí misma. Este fenómeno, conocido como autorreferencia, y normal en los medios de expresión que usamos para comunicarnos, no era esperado en los dominios de la aritmética escolar. Gödel mostró que la autorreferencia es una consecuencia de la capacidad expresiva de un lenguaje y que la aritmética elemental marca un hito en complejidad. Es la teoría más simple en la que este fenómeno aparece. De ese modo algunas de las cosas que intuimos como verdaderas no pueden ser establecidas como tales. Y con esto, parecía que temblase el ideal científico occidental al completo.
Su propia muerte, en 1978 tras negarse a ingerir alimento durante meses, parece una metáfora de lo que la asfixia, la sospecha y la desesperanza supusieron para toda una generación de pensadores de este siglo. Nuestra razón desde él, ya no puede ser la misma.
Enrique Alonso es profesor de Lógica y Javier Taravilla, investigador de doctorado, ambos en la Universidad Autónoma de Madrid.
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