La crisis francesa
Desde el comienzo de la V República, en 1958, no habían conocido las instituciones francesas una crisis tan grave. En 1968, la conmoción fue sobre todo social y cultural, y fueron precisamente las instituciones de la República las que resistieron de manera extraordinaria frente al seísmo provocado por las huelgas estudiantiles y obreras. Hoy, la crisis posee una complejidad mucho más inquietante. Es más, da casi la impresión de que se trata de una parálisis provocada por una especie de "esclerosis en placas" del sistema institucional. Definamos los síntomas de esta enfermedad. En primer lugar, el presidente de la República, elegido con un 83% (!) en 2002, no obtuvo ese resultado como confirmación de su programa, sino como consecuencia de un terrible accidente electoral que produjo la eliminación del candidato de la izquierda en la primera vuelta de las elecciones presidenciales y nos ofreció la imagen espantosa del candidato de extrema derecha, Jean-Marie Le Pen, en la segunda vuelta. En realidad, esa superelección era el reflejo de una crisis de confianza. Y no se puede decir que el presidente de la República, quitando su valerosa actitud respecto a la invasión de Irak por parte de Estados Unidos y Gran Bretaña, haya tratado de convertir aquella victoria electoral en un auténtico triunfo político. Desde entonces, la política social puesta en práctica -liberalización autoritaria a ultranza- se ha visto rechazada en varias elecciones (locales, regionales y europeas).
Esta situación ha creado una grave crisis dentro de la propia mayoría desde que comenzó la legislatura, en 2002. El ministro del Interior, Nicolas Sarkozy, apoyado por gran parte de la UMP (el partido mayoritario), se ha convertido de hecho en opositor al presidente de la República. Una situación paradójica, que ha empujado a Jacques Chirac a dirigir una especie de cohabitación interna en la derecha después de haber sufrido cinco años de convivencia externa, con la izquierda, entre 1997 y 2002. Después de que el Gobierno de Raffarin fracasara, el 29 de mayo de 2005, en el referéndum sobre el Tratado Constitucional europeo, se hizo evidente que había comenzado la campaña presidencial en el seno de la derecha. Dado que Chirac no puede volver a presentarse, tenía que poner en órbita a un candidato capaz de hacer frente a Nicolas Sarkozy. Dominique de Villepin desempeñó ese papel con brillantez durante unos meses, pero luego se derrumbó. Intentó ser más liberal-autoritario que Sarkozy en las reformas que propuso y los franceses le abandonaron. El asunto del CPE (Contrato de Primer Empleo) terminó de excluirle de la batalla para las presidenciales. Y, cuando todavía no había digerido esa derrota, surge el caso Clearstream. Es muy difícil decir qué hay en el fondo de este escándalo, quién manipula a quién o cómo acabará todo. Lo que está claro es que este asunto ha acelerado la evolución de la "esclerosis en placas" institucional. Ha incriminado a Sarkozy, al general Rondot, superespía -curiosamente, charlatán y grafómano-, y a varias personalidades de la oposición de izquierda. Hoy sabemos, al menos, una cosa: todas esas acusaciones eran calumnias. Pero el daño ya está hecho. La opinión dominante es que la manipulación se fraguó en el núcleo mismo del poder político y que su intención era debilitar al candidato Sarkozy, que, a su vez, intenta aprovecharla ahora para reforzar su peso en la cohabitación con el presidente Chirac. La justicia está embargada. En cualquier caso, es probable que el Gobierno actual resista al ciclón provocado por todos estos acontecimientos.
Sin embargo, el fondo del problema está claro para todos: las instituciones de la V República ya no funcionan como deben. El régimen, semipresidencial, hace que el presidente no deba responder ante el Parlamento; el primer ministro sí responde ante el Parlamento, pero puede eludir la censura si, con ayuda del presidente, utiliza la amenaza de disolución en caso de que no aprueben sus proyectos (el célebre artículo 49.3, empleado por Villepin para lograr que se aprobara el proyecto del CPE). Por consiguiente, la mayoría está obligada a obedecer. Además, con la instauración del mandato de cinco años, la elección del presidente condiciona la de los diputados. En resumen: estamos ante una monarquía republicana sin las ventajas de la monarquía ni los derechos democráticos de la república. El sistema puede funcionar cuando existe acuerdo entre la mayoría y el poder ejecutivo, pero, cuando hay desacuerdo, se convierte en un infierno. Es decir, lo que ocurre hoy. En ese caso, todo vale.
Ahora bien, la esclerosis institucional no es más que la expresión de una crisis social mucho más profunda. Desde 2002 no deja de ensancharse la brecha entre las clases dirigentes y la gran mayoría de los franceses. El estrépito de la abstención en 2002 (¡más de 15 millones!) no se ha analizado jamás a fondo: ¿por qué un pueblo tan politizado se abstuvo de manera tan masiva? La izquierda no hizo ningún balance de su derrota. El terremoto que supuso el rechazo al Tratado Constitucional el 29 de mayo de 2005 (casi el 55% de noes, confirmado por un sondeo publicado el 17 de mayo de 2006 según el cual los franceses seguían votando hoy masivamente en contra del Tratado), seguido de los estallidos de noviembre de 2005, radicalizado por la batalla contra el CPE y rematado por el escándalo de Clearstream: todo esto hace que la crisis social vaya acompañada de una crisis de legitimidad, reforzada, a su vez, por una grave crisis moral. Da la impresión de que sólo quedan dos candidatos en liza: Nicolas Sarkozy y Ségolène Royal. Sarkozy cuenta con el apoyo de su partido, e incluso el presidente Chirac se ha resignado a que presente su candidatura. La derecha puede superar sus odios actuales, reagruparse y formar un bloque. Ségolène Royal está en una situación distinta: ha salido beneficiada de un éxito de opinión pública, pero no tiene detrás un partido unido ni un programa. Muchos creen que no tendría peso suficiente frente a Sarkozy. En cuanto a Lionel Jospin, le gustaría regresar, pero no puede hacerlo. François Hollande está hipotecado por la candidatura de Ségolène Royal, que es su mujer; Fabius no sabe aún si será el candidato de un acuerdo entre varias corrientes que él no logró aunar, ni mucho menos, dentro del Partido Socialista. Los demás se colocan para negociar su adhesión al que más les ofrezca. Una situación bastante lastimosa. En otras palabras, un terreno propicio para todas las demagogias y todas las aventuras. Es probable que la extrema derecha aproveche a fondo esta podredumbre generalizada y que Le Pen tenga grandes posibilidades de obtener un número importante de votos en las próximas presidenciales.
La izquierda, en esta situación política, carece amargamente de proyecto y de esperanza. Y detrás de estos escándalos, detrás de esta esclerosis institucional, detrás de esta feria de las vanidades políticas, el pueblo gruñe y muge. Algunos llegan a la conclusión de que Francia está en decadencia. No es verdad, ni desde el punto de vista tecnológico, ni desde el económico. El país conserva enormes bazas, pero atraviesa una grave crisis de adaptación a la globalización, y sufre además los efectos de un divorcio cada vez mayor entre las clases dirigentes y el pueblo. Algo que nunca ha sido un buen augurio en la historia del país. Victor Hugo describía a este pueblo como un mar calmado pero propenso a sufrir tifones devastadores. Esperemos que el debate político que se abra con ocasión de las próximas elecciones presidenciales permita abordar la modernización de las instituciones de la V República y la adaptación del modelo social republicano. En caso contrario, corremos el riesgo de que el viento de la contestación dé la razón a Victor Hugo y, al soplar, arrastre todo detrás...
Sami Naïr es profesor de Ciencias Políticas en la Universidad París VIII e invitado en la Universidad Carlos III. Traducción de M. L. Rodríguez Tapia.
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