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Fútbol | Final de la Liga de Campeones
Columna
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Aquest any, sí

Sentado en el bordillo de la acera de mi calle, bebiendo la hiel de la derrota, me halló la vida reflexionando acerca de cuánta verdad encierra el tópico de que los postes, que por entonces aún eran cuadrados, también juegan y con cuánta facilidad se deslumbran los guardametas y sus manos se vuelven de mantequilla para rompernos el corazón.

De cinco veces cinco, el Madrid se había llevado la Copa de Europa.

Ahora, después de vencerle en las semifinales, nos tocaba levantarla a nosotros.

Al menos, eso esperábamos la banda en pleno, que desde el salón de la casa de la señora Consuelo, frente al mismo televisor que poco antes nos llevó a la boda de Balduíno y Fabiola, vimos y sufrimos aquel partido entre algún que otro "disculpen la interrupción, permanezcan atentos a la pantalla", con el que la joven y azul Televisión Española complementaba sus retransmisiones.

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Pero el Benfica de Eusebio, Simões y compañía, los postes y el sol en los ojos de Ramallets convirtieron en humo y lágrimas nuestras juveniles ilusiones de pasear por las Ramblas la sexta Copa de Europa.

Berna, 1961. La puta que te parió.

Habían de pasar veinticinco años para llegar de nuevo a otra final como aquélla.

Sevilla, 1986.

Todo parecía dispuesto para la fiesta. Jugábamos de local, digo... Contra un rival más que asequible, el Steaua de Bucarest, ea... Pero, de vuelta, se impuso la vieja y tópica verdad de que no hay enemigo fácil y el más tonto te hace un traje y, después de una tanda de penaltis en la que no metimos ni uno, la noche decepcionante y decepcionada nos devolvió a la realidad con cara de tontos y las banderas a media asta.

Y en eso llegó el dream team. Y Johan (Cruyff), que no pudo ganar la Copa de Europa (perdonen lo anacrónico del término) como jugador con el Barça, le dijo a Koeman : "Tú, ya sabes...". Y el rubio soltó un zapatazo por encima de la barrera que le sacó las telarañas a la escuadra de la portería de la Sampdoria, en paz descanse, y nos redimió de nuestros pecados elevándonos al olimpo de Wembley. Amén.

Luego vendría el varapalo de Atenas, del que mejor no hablar, sobre todo porque no hay nada que decir, pero que no olvido. Y ahora llega París.

Cada temporada, los culés la inician al grito esperanzado de "aquest any, sí... (este año, sí)" y estamos a las puertas de confirmarlo.

En el camino quedaron Chelsea, Benfica y Milan.

Falta un paso. Hay que darlo humildemente, sin confianza, pero seguros de que podemos. De que "aquest any, ¡sí!"

Embebidos o embobados en la magia de un equipo que admite todas las ilusiones, el culerío, como los ratones de Hamelin, camina tras Ronaldinho, el flautista blaugrana, a ritmo de samba rumbo a París, rumbo a la gloria, y yo, como uno más, me uno a los peregrinos. Me voy a París con ellos porque quien quiere alcanzar el paraíso debe peregrinar, al menos una vez, a La Meca.

Esta vez no caminaré la primavera por las Tullerías, ni me perderé por las salas del Louvre ni evocaré tiempos idos por las veredas del Barrio Latino.

Entre función y función en el teatro, apenas tengo el tiempo justo para ir a Saint Denis con mis muchachos a tomarme una copa y tratar de volver con ella puesta.

En la maleta me llevo una estampita de san Ladislao Kubala, que es muy milagrero, y la vieja bufanda azul y grana, tejida a mano, de las grandes ocasiones; Ranitidina por si la indigestión y Alka Seltzer para la resaca.

Ya he visto demasiadas finales por la tele. Ésta no me la pierdo.

Ganemos o perdamos, cuando el tiempo, ese juez que sosiega los triunfos y mitiga las derrotas, haya hecho su camino, quiero poder decirles a mis nietos: "Yo estuve allí aquella noche...".

Ya se sabe. Los sueños, como los niños, vienen de París.

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