Antonio Calvo Pedrós, fotógrafo
Inmortalizó jugadas de fútbol, pases de muleta y escenas callejeras
Cuando vi a Joe Pesci en la magnífica película de Howard Franklin El ojo público, se me abrieron los ojos. Pesci era Antonio. Sólo que Antonio, Antonio Calvo Pedrós, abría los ojos de sus más de doscientas cámaras de retratar a más cosas. Sucesos, sociedad, bodas, bautizos, comuniones, deportes, el fútbol, sobre todo el regional -no dejó de patearse un club, de retratar plantillas, de inmortalizar jugadas, fue durante 30 años el fotógrafo oficial del Real Zaragoza-, pero eso era lo menos importante.
Atrapaba pases de toreros, alternativas gloriosas, barreras que para sí quisieran los buitres de la prensa de carnaza, estampas de la calle, de los cabarés en los tiempos de la censura, de veladas de boxeo, de acontecimientos terribles que marcaron la ciudad como el incendio del Corona de Aragón, el secuestro de Quini, el del doctor Iglesias Puga, a quien secuestró ETA en Trasmoz, en el Moncayo, y que se olvidó la dentadura cuando lo rescataron. Antonio pudo retratarla. A él se le ocurrió; él era así.
Antonio vio y vivió la historia de los magníficos de Zaragoza, el ascenso de Perico Fernández a las más altas cumbres del boxeo mundial, escudriñó secretos y rincones. Comenzó con Jalón Ángel, el que fue fotógrafo oficial de Franco, y con él estuvo en El Pardo más de una vez. Su discreción fue para todo su lema. Y qué triste es decirlo: era tan grande como bueno. No conocía la vanidad ni se vanagloriaba de su saber hacer y de su elegancia. Porque la elegancia es ser discreto y generoso.
Duele escribir estas palabras. Lamento profundamente la muerte del hombre con quien comencé a trabajar, que lo mismo subía montañas que bajaba a las barriadas, que siempre tras su foto guardaba un recuerdo para sus protagonistas -a quienes enviaba copias en sobres marrones con el remite de Estudio Calvo Pedrós, siempre acompañadas con una tarjeta de recuerdo-; el hombre que nunca cobró nada por ser amable, que jamás protestó, que puso paz donde ponía su humanidad y sus cámaras, se ha ido sonriendo como vivió; cerrando sus inmensos ojos, con las manos cruzadas sobre el pecho y habiendo legado al Ayuntamiento de Zaragoza, hace menos de un mes, su archivo fotográfico y sus más de 200 cámaras. "Mis hijas han trabajado conmigo", decía, "no puedo desprenderme de ellas". Publicó en todo Aragón y en España, desconocía lo que era la propiedad intelectual, era el ojo público de Zaragoza y Aragón.
El temblor de la realidad, su exposición organizada hace dos años por la Asociación de la Prensa de Aragón fue su testamento. Allí estaba el gol de Nayim en París, el atentado de la casa cuartel de Zaragoza, los cinco magníficos o los artistas del Oasis. Su mujer, Rosa, lloraba su pérdida. Ni el desfile de los interminables pésames, ni las coronas de flores la consolarán. "Era tan, tan bueno", decía.-
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