Sevilla tuvo que ser
Brasil se confabuló para jugar con el Sevilla. Todo el porte tropical de Rivaldo, sus hechuras de cacique, sus pómulos de momia, esa mandíbula petrificada y esos ojos de zombi, estaban en la cara de Luis Fabiano cuando Alves montó la pierna para centrar. Las miradas se volvieron hacia la banda derecha: aquel carrilero bajito y malencarado era, de nuevo, un subproducto de la memoria de Mané Garrincha. Tan pequeño, tan sombrío y casi tan contrahecho como él, tenía la expresión esquinada de los seres que viven cerca del banderín. Calculó la distancia al palo, descolgó el perfil, apretó los gemelos y lanzó uno de esos balones enconados que viajan por el tendido eléctrico.
Media Sevilla habría querido entrar al remate, pero aquélla era una misión sólo posible para el tipo que lleva un revólver dentro. Formado en la escuela de rematadores locales, Luis Fabiano conocía como nadie las reglas del perfecto ejecutor. La principal consistía en escabullirse por los corredores del juego: caer a un costado, rezagarse en la maniobra, mirar a otra parte, alejarse de los tumultos y ocupar en el último instante la espalda del central. Cuando los defensas contrarios estuvieran prendidos en la maraña de pases, despejes, cargas y gritos, saldría de su agujero y haría un solo disparo.
Si el tiempo se hubiera detenido en la bota de Alves, ningún apostador sensato habría arriesgado su fortuna en un pronóstico de goleada. El viejo Boro, defendido ahora por Hasselbaink, Southgate, Viduka, Rochemback y otros rudos soldados de fortuna, era un equipo en el que todos, indígenas y extranjeros, estaban decididos a compartir un plan. Quizá no exhibiera el pedigrí del Manchester United, o el brillo cortante del Tottenham Hotspurs de Jimmy Greaves o la prestancia musical de aquel Liverpool de Kevin Keegan que se permitía tocar de oído en el charco de ranas de la Premier League, pero armaba una cuadrilla dispuesta al cuerpo a cuerpo. Grande o mediano, el Middlesbrough seguía siendo un equipo inglés. O sea, un mal enemigo.
El Sevilla era en cambio un organismo difícil de clasificar. Híbrido de antílope, piraña y martinete, con sus patas de corredor, su dentadura simétrica y su olor a fragua, hacía un fútbol mestizo en el que se combinaban el orgullo partisano de Maresca, el rugido de Kanouté, la plata fina de Javier Saviola, los tirabuzones de Navas, el brazo de bucanero de Javi Navarro y la tensión desesperada de Palop. Tenía, por añadidura, el factor Brasil: Renato, Adriano, Alves y, por supuesto, Luis Fabiano.
Largo y borroso, el balón llegó cargado de corriente.
Fue un gol de duende y floresta: Luis trepó por la liana, forzó la médula, inflamó el marcador y enredó para siempre el Amazonas con el Guadalquivir.
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