El estruendo de los corderos
Cuando las sociedades florecen o dan fruto, cuando viven años de expansión, enriquecimiento o victoria guerrera, no es infrecuente la aparición de personajes que alcanzan la notoriedad por su escepticismo, por la distancia que interponen entre sus conciencias y los gloriosos acontecimientos que todos celebran. Estos aguafiestas solían tener un agudo sentido del ridículo y trabajaban su personaje con prudencia aunque también con arrojo. Sabían que el grueso de la población detesta que le perturben la siesta y que los grandes personajes que aumentan su poder y su riqueza con los "gloriosos acontecimientos" pueden aplastarles con total impunidad.
A veces, lo hacían. Oscar Wilde pagó un precio enorme por el sarcasmo, la ironía y el menosprecio con que se mofó de una sociedad tan poderosa como rapaz. Cuando los criados del caballero de Rohan dejaron medio muerto de una paliza a Voltaire, sin que jamás se produjera la menor consecuencia desagradable para el aristócrata, el filósofo comprendió que el ingenio no es un chaleco antibalas. La altivez necesaria para llevar adelante un personaje de este tipo requiere una considerable presencia de ánimo y mucho coraje. En ocasiones, el coraje no es sino pura inconsciencia y el sarcástico sobrevive de milagro, aunque él lo atribuya a su mérito.
Tampoco se salvó en España Valle-Inclán, quizás el más cercano al modelo de espíritu asocial, enemigo del gregarismo y burlador de los poderosos, sobre todo de los poderosos disfrazados de monaguillo. El burlador ha sido mucho más frecuente en Francia y Gran Bretaña en razón de la fuerza que en aquellos países tenía y tiene la opinión pública; en España apenas se ha dado y por eso a Larra se le estudia en la universidad. Valle-Inclán, el mejor escritor de su siglo, no fue reconocido más que como un bufón algo tarumba que escribía preciosismos afrancesados.
La figura del azote social ha desaparecido casi por completo porque las fuerzas que mueven ahora los engranajes económicos (que son los únicos mecanismos políticos que quedan) se guarecen en la más inescrutable oscuridad. Para ejercer su arte, el ironista necesita figuras concretas y con nombre propio, ciudadanos de carne y hueso que den cuerpo, ellos y sus posesiones, a la idolatría del poder, como la de los funcionarios ministeriales que Graham Greene degollaba con líneas como cuchillas.
Incluso alguien tan integrado, pero dotado de un talento extraordinario para el sarcasmo y la caricatura social, como Dickens, sabía que sus retratos de infames ricachos eran inmediatamente reconocidos. Hoy no es posible determinar físicamente el Mal, nadie puede señalarlo, nos tenemos que conformar con las viñetas de hace un siglo: orondos fumadores de habanos, tocados de chistera, que aparecen en las tibias viñetas de algunos dibujantes. Un tremendo anacronismo que demuestra hasta qué punto es invisible la figura que hoy ocupa ese lugar. El Malvado no tiene aspecto, carece de idea.
Tan invisible es que en una panoplia con retratos de gente capaz de hacernos insoportable la vida, una inmensa mayoría de los españoles señalaría, sin la menor vacilación, al presidente de los EE UU como el mayor enemigo de nuestra felicidad. Ese lejano fetiche concita todos los resentimientos y muchos deliran que es él quien dificulta nuestros apacibles menesteres. Sin embargo, el Mal siempre está mucho más cerca y es el Mal mismo quien propone monigotes para nuestra distracción.
No es Bush quien mantiene en una situación próxima a la miseria a millones de españoles menores de cuarenta años. No es él quien ha permitido y seguramente fomentado que los precios de la vivienda sean los más caros de Europa, algo perfectamente insoportable si se le añade que también se permite y fomenta la edificación de peor calidad del continente. No es él quien ha arrasado la educación en España y ha creado varias generaciones de analfabetos con título universitario. No es él quien impide la creación de familias jóvenes por la imposibilidad de compaginar trabajo y maternidad. No es él quien mantiene una red de transportes miserable a precios más elevados que en EE UU. Ni es Bush quien permite que los clientes de bancos, telefónicas, eléctricas, compañías de agua y gas, es decir, la totalidad de la población, sea estafada inmisericordemente con la ayudadel Gobierno. O Bush quien ha cementado la línea costera del Mediterráneo. O el que envenena el agua potable de Cataluña. O el que esclaviza a los inmigrantes ilegales. Y así sucesivamente.
España no es el único ejemplo de sociedad en donde una poderosa e invisible cúpula fáctica mantiene en la minoría de edad a la población y la distrae agitando el muñecón del sátrapa extranjero e imperialista. La extrema docilidad de las poblaciones, por lo menos las europeas, y la casi inexistente información, deja las manos libres a los dueños de la información y a los manipuladores de poblaciones.
No le va a la zaga Francia, país con dificultades cada vez mayores para modernizar sus arcaicas estructuras, dado el conservadurismo de su gente y el temor a un conflicto serio entre comunidades. El fracaso del contrato juvenil que la izquierda celebra como algo propio (pero que no ha logrado sino el afianzamiento de un sindicato con la satisfacción apenas disimulada de la derecha del Gobierno), es sólo otra de las múltiples reformas abortadas que están haciendo de este país el sucesor de Italia en la línea de decadencia.
Las naciones que transformaron de arriba abajo sus sociedades tras la última guerra mundial tienen ahora que emprender una segunda renovación, porque aquellas estructuras están envejecidas y son peligrosas. Todos envidiamos los trenes de alta velocidad franceses, pero la mitad de sus pasajeros viajan de espaldas porque su diseño es arcaico. La tarjeta de crédito francesa, la Carte Bleu, fue pionera, pero en este momento es un fósil: no se puede cambiar el código de acceso, no se puede consultar el saldo en los cajeros, no facilita información sobre operaciones ni, por supuesto, sirve para comprar entradas de cine o billetes de transporte. Lo mismo podríamos decir de las autopistas italianas; aquel milagro de los años cincuenta son ahora caminos de carro ocupados por camiones de seis ejes y con una mortalidad escalofriante. Lo moderno envejece muy deprisa.
No es Bush quien impide los cambios, las reformas, las transformaciones, las renovaciones en un continente envejecido y paralizado. Ni es él quien distrae a la población con novedades simbólicas, banderas, himnos, uniformes, patriotismos reaccionarios disfrazados de futuro o cambios ornamentales que sólo atañen a las mercancías de mayor circulación mediática.
Quien impide los cambios imprescindibles, o incluso los necesarios, no vive en otro país, vive aquí mismo. No sabemos quién es ni cómo se llama, sabe evitar a la prensa y es muy difícil señalarlo. Cuando las fuerzas destructivas son impunes y secretas, no puede haber sarcasmo o ironía, no se puede usar el ingenio para ridiculizar al Malvado. Quizás, no sea yo el único en observar que ha desaparecido de nuestro país el humor, la distancia, el escepticismo, la burla y por supuesto la crítica. Sólo se critica (en realidad, se insulta) al enemigo, una tarea ancilar y burocrática, de una seriedad monacal.
Se acabó el arte de la disidencia, es una forma de pasado. Escribo este artículo con motivo de la reciente muerte de Jean-François Revel y como homenaje al último emmerdeur de Francia. En el lugar que antes ocupaban los insumisos como él, haciendo equilibrios mortales para que no les rompieran la crisma, ha colocado su rotundo trasero la ufana tropa de corderos con denominación de origen que bala su bondad infinita desde todos los medios de comunicación hasta ensordecernos.
Y cuando los borregos están gorditos, los lobos aúllan de contento.
Félix de Azúa es escritor.
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