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LECTURA

Los mosqueteros de Dumas

La verdadera historia de D'Artagnan y sus tres compañeros

Poco después de que Enrique IV muriera apuñalado por un asesino en una calle de París, se creó una fuerza de élite con el cometido de proteger a los reyes de Francia. El hijo de Enrique, Luis XIII (1601-1643), se encargaba del bienestar de sus guardias dentro de los muros de su palacio, pero fuera de ellos, los Mosqueteros del Rey velaban por la seguridad del monarca, a sus propias expensas si era necesario. Lo acompañaban en las visitas oficiales, le daban escolta en las campañas militares y montaban guardia día y noche en el recinto en el que durmiera el rey.

Los más bravos de aquellos mosqueteros eran originarios de Béarn y Gascuña, las dos provincias más apartadas de Francia [en la frontera con España]. Los gascones apenas se diferenciaban de los bearneses. Ambos eran fácilmente reconocibles, pues se caracterizaban por su corta estatura incluso en una época de hombres bajos, eran morenos, estaban curtidos por el sol y tenían un aspecto que los delataba como pícaros casi antes incluso de que abrieran la boca. Muchos de ellos hablaban bearnés, dialecto de otro dialecto llamado occitano. Vigoroso, chillón y casi incomprensible para el resto de la población, el bearnés era una lengua tan alejada del francés como pudieran serlo el holandés o el danés. Tanto gascones como bearneses tenían además una fama merecida de adornar la verdad con detalles inventados, hasta el punto de que el verbo gasconner se convirtió en francés en sinónimo de decir baladronadas, y gasconnade significaba cuento absolutamente inverosímil. (...)

No había cañerías, e incluso en el palacio del Louvre los nobles daban ejemplo haciendo sus necesidades "en los balcones y escaleras o detrás de las puertas"
D'Artagnan, a la sazón de apenas 17 años, abandonó su Gascuña natal, en Béarn, y se dirigió a la capital francesa. Más que una partida a lo grande, la suya fue una fuga
Vigoroso, chillón y casi incomprensible para el resto de la población, el bearnés era una lengua tan alejada del francés como pudieran serlo el holandés o el danés

En tiempos de Enrique IV (1553-1610) , el primer rey bearnés de Francia, el comercio había conocido una gran expansión y la burguesía de Béarn y Gascuña había empezado a prosperar. Sus miembros estaban en condiciones de comprar a precio de ganga cualquier tierra cuya adquisición les propusieran los titulares de la nobleza local, menos emprendedora y severamente empobrecida. Los antepasados de los mosqueteros habían comprado haciendas que, por insignificantes que fueran en lo tocante a sus dimensiones, llevaban consigo todos los privilegios de la aristocracia francesa, a saber la nobleza de la espada.

Algunos de los mercaderes más ambiciosos contrajeron matrimonio con las hijas de los nobles que estaban dispuestos a tragarse su orgullo y aceptar como yernos a hombres de una clase inferior, con tal de poder disponer de dinero contante y sonante. Fruto de una de esas uniones tan desiguales fue Charles d'Artagnan, hijo de un carnicero y recaudador de impuestos gascón, Bertrand de Batz, y de Françoise de Montesquiou d'Artagnan, perteneciente a una de las grandes familias nobles de Francia.

Sin la bendición materna

A mediados de febrero de 1640, D'Artagnan, a la sazón de apenas diecisiete años, abandonó su Gascuña natal, al noreste de Béarn, y se dirigió a la capital francesa. Más que una partida a lo grande, la suya fue una fuga al rayar el alba, pues no contó con la bendición de su madre. La mujer estaba acostumbrada a salirse siempre con la suya, como cuando los Montesquiou se opusieron a su matrimonio con Bertrand de Batz: los hizo callar a todos quedándose embarazada. En junio de 1636, sin embargo, Bertrand murió de forma repentina dejando cuantiosas deudas. Françoise estaba decidida a no perder su mansión de Castelmore, cerca de Lupiac, hogar de su familia desde mediados del siglo XVI, aunque ello significara que sus siete hijos tuvieran que ponerse a ganarse el pan. La idílica infancia de D'Artagnan, marcada por infinitos combates de esgrima con sus hermanos mayores cada vez que éstos regresaban de las guerras, llegó bruscamente a su fin. Françoise lo puso a trabajar como ayudante en el matadero que tenía la familia en Lupiac y le enseñó a hacer compatibles, en los pesados libros de cuentas llenos de manchas de tinta, los cobros con los pagos de las deudas gracias al monopolio que ostentaban como recaudadores de los impuestos locales. Romántico incurable, eterno soñador de aventuras y gloria, D'Artagnan no se veía a sí mismo en el papel mundano de carnicero y recaudador de impuestos, especialmente desde que se dio cuenta de que cualquier ocupación comercial requería como mínimo unos conocimientos rudimentarios de las matemáticas. D'Artagnan era negado para los números y apenas sabía leer y escribir.

A pesar de esas deficiencias en su educación y de la implacable oposición de su madre a que se alistara, los excelentes contactos que tenía el joven le ofrecían buenas perspectivas de desarrollar una carrera militar de éxito. Dos de sus hermanos habían servido ya en los mosqueteros, y su tío, Henri de Montesquiou, recién nombrado gobernador de Bayona, había sido oficial de alta graduación en uno de los dos regimientos de guardias más importantes. A Henri le encantaba minar la autoridad de su hermana, y fue casi con toda seguridad la fuente de las diez pistolas que se llevó consigo D'Artagnan al salir de su casa, y el dinero suficiente para aliviar la incomodidad del viaje. Montesquiou proporcionó además a su sobrino una carta de presentación para otro hijo de comerciante, el propio capitán de los mosqueteros, Jean-Arnaud du Peyrer de Trois-Villes, pronunciado Tréville, nombre con el que se le conocía informalmente. (...)

La llegada de D'Artagnan [a París] se produjo poco antes de oscurecer. Ya habían empezado los preparativos para cerrar las puertas de la ciudad durante la noche. Cuando las pesadas vigas de madera eran levantadas y quedaban listas para que encajaran en sus correspondientes ranuras, todas las tiendas debían echar el cierre. Cuando cruzó D'Artagnan, los portones de roble fueron cerrando uno tras otro, y el eco de las barras de hierro resonó al entrar a la fuerza cada una en su sitio. Al cabo de una hora, el estrépito había sido sustituido por un silencio fantasmal, roto sólo por los precipitados pasos de los ciudadanos temerosos de la ley que deseaban llegar a la seguridad de sus moradas antes de que oscureciera por completo. (...)

Pudor inexistente

No había cañerías e, incluso en el Louvre, los nobles daban ejemplo haciendo sus necesidades "en los balcones y escaleras o detrás de las puertas". Aquellas operaciones se llevaban a cabo sin el menor disimulo ni pudor. En cierta ocasión, el conde de Brancas, gentilhombre de cámara de la reina Ana, llevaba de la mano a Su Majestad, a la que había sacado a bailar, por los largos pasillos de palacio. Ante la molestia que le ocasionaba su vejiga llena, el conde soltó por un momento la mano de su augusta acompañante y orinó generosamente encima de un tapiz, antes de recobrar la compostura y volver a tomar a Su Majestad de la mano como si no hubiera pasado nada. Costó mucho desterrar aquellos toscos hábitos: una generación después, Antoine de Courtins todavía consideraba necesario recordar a los cortesanos en su manual de etiqueta que no debían enseñar en público el pene cuando hubiera mujeres delante.

Comprendiendo que había muchos motivos para buscar la seguridad de un techo lo antes posible, D'Artagnan se dirigió cansinamente, pero sin mayores contratiempos, hasta los lóbregos aposentos de una taberna llamada Gaillard Bois. Gaillard significaba "alegre" o "desvergonzado", y conter des gaillardises era "contar chistes picantes". Une gaillarde era también una "moza de partido" o una "fresca", de modo que resulta fácil comprender por qué el joven debió de encontrar atractivo semejante establecimiento. Bois, sin embargo, no significaba en este caso sólo "madera", sino les bois de justice, es decir, el cadalso de madera. El Gaillard Bois se hallaba situado en la infame Rue des Fossoyeurs, la calle de los Enterradores, llamada así para recordar el oficio predominante entre sus moradores. Con el verdugo y los enterradores entre sus parroquianos, aquella taberna no era desde luego un sitio que invitara a los extraños a detenerse en ella. Según su primer biógrafo, Gatien de Courtilz de Sandras, D'Artagnan sólo pudo permitirse alquilar un diminuto cuarto en el patio del mesón, utilizado por sus ruidosos clientes como boule iluminada con antorchas: es probable, pues, que el gascón se levantara tarde, debido a la falta de sueño. Ciertas alusiones dispersas en las páginas de Courtilz nos dan algunas pistas sobre el modo en que pasó las siguientes horas el joven, lamentablemente arruinado, pero sin duda con la adrenalina por las nubes.

El Gaillard Bois estaba muy cerca de la meta de D'Artagnan, el cuartel de los mosqueteros, sito en la Rue de Tournon, aunque el joven, con la impetuosidad propia de los gascones, tenía otra idea in mente. Deseaba vengarse de Rosnay, pero en cuanto los parisinos le oyeron decir que andaba buscando a una de las hechuras de Richelieu, intentaron escabullirse. Apenas un año antes, el cardenal había ordenado el reclutamiento forzoso de dos mil hombres, entre los más alborotadores de la ciudad, para ser enviados a combatir contra los españoles en el frente de Flandes, y los que habían quedado no tenían ninguna gana de seguir sus pasos. Esto fue todo lo que D'Artagnan pudo sacar en claro acerca del lugar en el que residía el cardenal: su casa estaba situada unas cuantas calles al norte del río, en la orilla derecha. Saltando cautelosamente por encima de los montones de excrementos humanos y de desperdicios de las cocinas, se dirigió hacia el Sena.

El lugar por donde más conveniente le resultaría cruzar el río era el Pont Barbier, un desvencijado puente de madera pintada de brillante color rojo que había hecho construir el promotor inmobiliario Louis Le Barbier. Mejorando los accesos desde la orilla izquierda del Sena, Le Barbier esperaba facilitar la venta de sus carísimas mansiones urbanas. Deseaba sobre todo quitarse de encima las que acababa de edificar en ladrillo a ambos lados de la extravagante residencia recién estrenada por Richelieu, el principesco Palais-Cardinal. El problema de Le Barbier era que la mayoría de los posibles compradores esperaba gozar de vistas a los espectaculares jardines del Palais-Cardinal, de doscientos metros de largo por cien de ancho. Pero, por orden de Richelieu, los muros traseros de los inmuebles no tenían ni una sola ventana, desde el sótano hasta el ático, y Le Barbier no había podido hacer nada para modificar el diseño, pues Su Eminencia era en secreto el propietario de los terrenos en los que habían sido construidos. Por consiguiente, la mitad de las cuarenta y cinco casas no llegaría a venderse nunca, y Le Barbier se arruinó.

Richelieu, en palacio

La eliminación de cualquier facilidad que pudiera resultar ventajosa para un potencial asesino no era más que una de las medidas tomadas para proteger el Palais-Cardinal. La seguridad era particularmente estricta aquel día, pues Richelieu se hallaba en el palacio. La Guardia del Cardenal, que al joven gascón debió de parecerle formada por cientos de hombres armados, todos vestidos de manera idéntica, daba el alto a todo aquel cuya cara resultaba desconocida, de suerte que, tras varios intentos fallidos, D'Artagnan abandonó toda esperanza de entrar en el palacio y encontrar a Rosnay. Volvía lleno de desesperación hacia el río cuando lo detuvo la contemplación, por primera vez en su vida, de un mosquetero de carne y hueso que montaba guardia a la entrada del destartalado palacio real del Louvre. D'Artagnan sintió el mismo acceso de ilusión y de alegría que sintiera cuando salió de Gascuña y decidió que había llegado la hora de apelar a Tréville, capitán de los mosqueteros. El joven comprendió que, si quería causar buena impresión, debía mejorar su apariencia desaliñada, y decidió gastar las pocas libras que le quedaban en una nueva pluma para su sombrero y una cinta de vivos colores para su corbata. Semejante tarea le resultó bastante fácil, pues desde donde se encontraba podía oírse el clamor inequívoco de los vendedores de saldos del Pont Neuf, situado a corta distancia río arriba, verdadero imán para todos los visitantes de París.

El Pont Neuf, el llamado Puente Nuevo, construido en piedra por Enrique IV, ya no era nuevo, pero en los treinta años transcurridos desde su erección, su condición de epicentro de la capital se había visto reforzada continuamente. Era una absurda combinación de gran vía pública y de mercado al aire libre, con decenas de puestos colocados a lo largo de sus pretiles. Los transeúntes podían adquirir allí todo tipo de cosas, desde pinturas al óleo hasta ungüentos que supuestamente aliviaban el estreñimiento más pertinaz, aunque un traguito de los vasos que ofrecía cualquiera de los seiscientos aguadores de la capital, que se surtían de las aguas cargadas de heces del Sena, probablemente fuera un remedio más rápido para este mal. Alcahuetes, buhoneros y los llamados "sacamuelas" indoloros, cuyo principal instrumento era un burdo par de tenazas, compitieron infructuosamente por quedarse con el magro contenido de la bolsa del joven gascón mientras éste hacía sus compras abriéndose paso entre la multitud.

El cuartel general

Tras volver a cruzar el río, D'Artagnan se dirigió al hôtel des Mousquetaires, el cuartel de los Mosqueteros del Rey. Un hôtel era una mansión o casa urbana, y no un establecimiento en el que puede alojarse cualquiera que posea los medios necesarios para hacerlo. La primera impresión que tuvo D'Artagnan fue la de una actividad caótica, pues a pesar de la naturaleza bastante simple de sus responsabilidades, los mosqueteros que no tenían asignada ninguna guardia en concreto consideraban el hôtel una especie de desordenado club de caballeros, donde se ejercitaban en el manejo de las espadas, afiladas como cuchillas de afeitar, subiendo y bajando por las escaleras y yendo y viniendo por los pasillos.

Tréville, como todos los que ejercen el poder del patrocinio, recibía en su lever diario a una procesión incesante de peticionarios que esperaban obtener su favor. D'Artagnan, sin embargo, que había perdido su carta de presentación, además de muchísimo tiempo buscando infructuosamente a Rosnay, no llegó a entrar nunca en los aposentos de Tréville. Tampoco se le brindó, como dice la novela de Alejandro Dumas, Los tres mosqueteros, la oportunidad de buscar camorra y comprometerse a batirse tres veces en duelo, con una hora de diferencia entre cada uno. En realidad, D'Artagnan no pasó más allá del primer mosquetero que le salió al paso en el hôtel y que resultó ser Porthos. Si éste no conocía ya personalmente al joven, sin duda lo reconocería enseguida como un espíritu afín por su acento. Porthos dijo a D'Artagnan que él y sus amigos, Athos y Aramis, tenían que enfrentarse a los guardias del cardenal aquella misma mañana a las diez en el Pré-aux-Clercs, un prado sin cercar situado al final de la Rue Saint-Germain. Por pura casualidad, D'Artagnan había llegado al cuartel de Tréville poco más de una hora antes de que la disputa que tenían pendiente desde hacía tiempo los Mosqueteros del Rey y los Guardias del Cardenal se solventara por medio de un duelo clandestino en el que debían participar las mejores espadas de cada compañía. Los Guardias del Cardenal, lejos de empeñarse en hacer cumplir las estrictas órdenes de su señor en contra de los duelos a expensas de los mosqueteros, estaban tan dispuestos como éstos a contravenirlas.

<b>Fotograma de</b><i> Los tres mosqueteros,</i> versión dirigida por Stephen Herek en 1993. De izquierda a derecha: Athos, Aramis, D&#39;Artagnan y Porthos.
Fotograma de Los tres mosqueteros, versión dirigida por Stephen Herek en 1993. De izquierda a derecha: Athos, Aramis, D'Artagnan y Porthos.

Un gascón en París

AUNQUE EN REALIDAD D'Artagnan ascendió de soldado raso a capitán de la I Compañía de Mosqueteros del Rey, sin Alejandro Dumas no habría sido más que un personaje histórico menor, relegado a cualquier nota a pie de página. Su destino cambió cuando Dumas escribió Los tres mosqueteros. Aparecida por vez primera, en forma de folletín, en un periódico de París en 1844, cuando se formaban colas en las calles para comprar la edición del diario en la que salía el último episodio, la novela acabaría convirtiéndose en uno de los libros más populares de todos los tiempos.

Para elaborar el borrador de su obra,

Dumas se basó, en gran medida, en los informes proporcionados por un antiguo profesor de historia, Auguste Maquet, que colaboró con él en no menos de 18 novelas y fue además el responsable de muchas de sus mejores ideas, empezando, según el propio Maquet, por la de Los tres mosqueteros.

En el curso de sus investigaciones sobre los mosqueteros, Maquet encontró una alusión a una obra rarísima de Gateen Courtilz de Sandras, aparecida en 1700, que pretendía ser la autobiografía de D'Artagnan, olvidado hacía ya mucho tiempo. La biblioteca municipal de Marsella poseía un ejemplar del primer volumen, que Dumas adquirió con malas artes cuando pasó por ese puerto a su regreso de Italia. Sedujo a una señora cuyo apocado hermano resultó que era bibliotecario del Ayuntamiento, y el libro, tomado en préstamo por Dumas, que se lo pasó a Maquet sin haberlo leído, hasta la fecha no ha sido devuelto.

Roger MacDonald

'La máscara de hierro. La verdadera historia de D'Artagnan y los tres mosqueteros'. Crítica. Tiempo de Historia. El autor de este volumen cuenta cómo las peripecias de los tres mosqueteros del rey Luis XIII y su enfrentamiento con los guardias del todopoderoso cardenal Richelieu fueron reales. Luego, el novelista decimonónico francés Alejandro Dumas adornó la historia para escribir su relato. Con el tiempo, la novela se ha convertido en uno de los libros más populares y leídos del mundo.

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