Entre fortuna y virtud
HA LLEGADO este Gobierno a la mitad de la legislatura en una situación que reproduce una de las características más notables del sistema político creado desde la transición: su alto grado de estabilidad. No importa con qué bagaje y expectativas lleguen a la presidencia: en España, con la única excepción de los años de UCD, no hay presidente que no repita. Repitió en varias ocasiones Felipe González y volvió a repetir Aznar, por no hablar de los presidentes de comunidades autónomas, expertos en el arte de la permanencia. En fin, hoy ya no hay quien dude -a comenzar por sus mismos adversarios- de que Zapatero repetirá sin grandes dificultades.
¿Porque le ha acompañado la suerte? A veces, por malicia o envidia, se achacan todos los méritos del presidente a la fortuna, como si se dijera: habría que verle en circunstancias menos favorables. Al expresarse así, se olvida que uno de los principales atractivos de un político es suponerlo tocado por la arbitraria e incontrolable acción de la fortuna. ¿Zapatero tiene suerte? Pues, entonces, razón de más para votarle de nuevo. Por eso, como las gentes que manifiestamente no la han tenido sigan insistiendo en que todo se lo debe al azar acabarán por regalarle el triunfo. ¿Quién, estando en sus cabales, vuelve la espalda a un hombre con suerte?
Lo que pasa, además, es que al insistir tanto en la buena pata del presidente se tiende a minusvalorar lo que a su éxito ha coadyuvado la virtú, por decirlo en los celebrados términos maquiavélicos. Pues a la virtud, es decir, a la acción calculada y flexible, racional y eficaz, tanto o más que a la fortuna se debe que, al hacerse con el poder, Zapatero, que era por entonces poco más que un primus inter pares, se desprendiera de la tutela de sus mayores y se aplicara a crear una zona de nadie entre su posición y la de sus iguales. A la virtud y no a la fortuna se debe, entre otras cosas, su rápida decisión de alejarse del Irak en guerra, y su lenta, pero implacable, espera hasta dejar caer sin mayor alboroto a su principal competidor en el congreso en el que resultó elegido secretario general.
La mezcla de virtud y fortuna que define su viaje a la cima, hasta quedarse solo con todo el poder en el partido y en el Gobierno, se ha acompañado de una forma de gobernar tan fríamente construida, tan ligera de ideología, que ha logrado desconcertar a sus adversarios. Políticamente, lo que parece definir a esta nueva presidencia es la escasa importancia que concede al discurso entendido como cuerpo de ideas que define una dirección política. Zapatero pertenece a la primera generación de políticos que nunca se han dado una vuelta por los arrabales del sistema a la búsqueda de un punto de apoyo exterior desde el que levantar un nuevo mundo. Son políticos constitutivamente reformistas desde su primera juventud. Han pensado siempre desde dentro del sistema, sin sentir la necesidad de situarse en un punto más alto con el propósito de desvelar lo que sus predecesores llamaban contradicciones. Para ellos, el sistema actual es todo el sistema posible.
Por eso no tienen ninguna necesidad de saber adónde conduce el camino; lo único que necesitan es caminar: el camino, no la meta, es el sentido. Con lo cual pueden aplicar toda la razón calculadora a la política del día a día: hoy se exalta al tripartito y mañana se le da la puntilla: es gracioso ver a los de Esquerra gimoteando que Gobierno y Estatuto no tienen nada que ver mientras Maragall mira a otro lado. El presidente puede mostrar hoy comprensión hacia los símbolos nacionales de Cataluña y mañana aplaudir que Andalucía se defina como realidad nacional. ¿Qué más da? Lo que importa es cómo se hacen las cosas; no qué cosas se hacen.
Y así, a aquel vamos a ver con que fue recibido le ha seguido una especie de relajación, fruto de la sorpresa más que de la convicción de que vamos a alguna parte. ¿Quién dijo suerte? Astucia, frialdad para aligerar el cargamento propio de pesados fardos y agujerear el ajeno como lo haría un maestro de esgrima. Hay que mirar muy atrás para encontrar un presidente de pensamiento tan débil, pero tan rebosante de lo que, a falta de mejor definición, acostumbramos a llamar instinto de poder. Dicho de otro modo, en las cuestiones sustanciales, las que afectan a la estructura del Estado -Constitución, estatutos, naciones, realidades nacionales-, nunca da la impresión de saber adónde podemos ir, pero todo el mundo ha acabado por estar convencido de que sabe perfectamente cómo se va.
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