Una mitología poderosa
Hace siglo y medio nacía Sigmund Freud en Freiberg, Moravia. Hace un siglo, Freud ya era el Freud esencial, y el psicoanálisis también. Cien años después, tanto uno como otro siguen suscitando un interés enorme. Parece que el litio no destruyó al psicoanálisis, como pretendía Tom Wolfe. Parece más bien, como dice Harold Bloom, que "las concepciones de Freud han comenzado a mezclarse con nuestra cultura y ahora forman verdaderamente la única mitología occidental que tienen en común los intelectuales contemporáneos".
Efectivamente, el psicoanálisis no ha pasado de moda: se ha ampliado clínicamente, por una parte, y se ha extendido más allá de la práctica clínica, por otra, hasta convertirse en una forma de pensar o en un enfoque de la experiencia humana característicos de nuestra cultura. Aunque, obviamente, el psicoanálisis no puede considerarse hoy la obra de un solo hombre: desde 1939 existen escuelas, terminologías, técnicas y prácticas clínicas múltiples y diferentes, y todas ellas han contribuido a conformarlo. Tampoco el psicoanálisis es lo mismo hoy que en la época de Freud: muy poco es lo que ha quedado intacto del modo en que Freud lo comprendía y practicaba, incluso el famoso diván (recostamiento, vuelo de asociación libre, autoridad del analista) ha evolucionado hacia formas flexibles y de colaboración mutua. Lo que sí está pasado de moda, efectivamente, es la práctica concreta, dogmática, casi religiosa, del psicoanálisis freudiano clásico y ortodoxo. Porque Freud fue un tanto raro en todo esto. No debía tener muy buena conciencia cuando le dijo en una ocasión a Marie Bonaparte, al compararle ésta con una mezcla de Pasteur y Kant: "Ser un gran descubridor no implica necesariamente ser un gran hombre". Hay que desencantar el mito que Freud mismo y sus discípulos crearon de él, el oscurecimiento sistemático de su vida que procuraron con el fin de ofrecer una imagen heroica. Es lo que llama Louis Breger "la gran tragedia del psicoanálisis", que al lado de consecuciones geniales y valiosas en grado sumo, presentara -y siga presentando en ocasiones- la rigidez de un dogma, la opacidad de una escuela esotérica, la belicosidad y defensismo de un clan, donde esencialmente privó desde el inicio la "causa" (die Sache) por encima de la honradez, la teoría por encima de los pacientes, el método por encima de la verdad, la fantasía imaginativa por encima del trauma concreto, el simbolismo universal por encima de la interpretación individualizada. Freud no visitaba cafés, no hacía vida social, sólo la Berggasse 19 y sus conciliábulos de los miércoles: maquinando una conquista teórica del mundo, como un malo de cómic. Karl Furtmüller, que entró en la Sociedad Psicoanalítica de Viena en 1909, la describió como "una especie de catacumba del romanticismo, un grupo osado y reducido, perseguido ahora pero dispuesto a conquistar el mundo". Casi un conventículo judío de novela negra.
Si el psicoanálisis no cura, al menos abrió perspectivas sobre el ser humano desde un talante liberador, antimetafísico, antirreligioso y antiidealista
¿Y todo eso por qué? Aplicándole sus propios métodos podíamos decir que detrás de la vida y de la obra del gran Freud señorea la sombra de su oscura infancia. Una infancia traumática, llena de penurias económicas (insufrible estrechez de vivienda para una familia numerosísima como la de Jakob Freud: hacinamiento, intimidad ninguna), de carencias afectivas (una madre siempre embarazada, a la que siempre perdía por culpa de nuevos bebés) y de pérdidas efectivas dolorosas (su hermanito Julius, su queridísima niñera checa). A ello se añadían temores y conflictos internos aún más punzantes para el pequeño Sigi: nada menos que los que le causaban el deseo sexual que le inspiraba su madre y el temor a su padre y rival por tal causa. Represiones, complejos y carencias que no hacían de él ningún heroico guerrero edípico y que hubo de superar después de algún modo glorioso. Para ello no tenía más que una mente brillantísima, una voluntad de hierro y una capacidad de trabajo "demoniaca" (Stephan Zweig), todas ellas forzadas y reforzadas por las circunstancias. Había que salir del agujero de la insignificancia, en compensación, hasta lo más alto de la fama. Con sus armas sólo podía conseguirlo distinguiéndose por una genialidad teórica.
El psicoanálisis respondería,
así, según Breger, a un intento de
Freud de sobreponerse a la pobreza y carencias infantiles. En tanto generalización de sus vivencias, sería como el gran relato de sus miserias: una reelaboración teórica de los acontecimientos de su niñez a partir de un autoanálisis incesante por el que fue convirtiendo la versión propia de su infancia en la ortodoxia analítica. Las ideas básicas del psicoanálisis (Edipo universal, castración, envidia de pene, sexualidad, represión) consideradas al modelo de la ciencia decimonónica como verdades universales y únicas de las que no dio prueba convincente alguna, serían generalizaciones indiscriminadas, invenciones surgidas de la necesidad de Freud de convertirse en un poderoso héroe científico, racionalizando sus miserias y sublimando heroicamente los puntos débiles de su personalidad. He ahí la "gran tragedia".
Freud no tuvo nunca a "la naturaleza humana" recostada en su diván, pero creyó poder deducir de sus "casos" nada menos que una teoría general sobre la "esencia" del hombre. Pensó que las "verdades del inconsciente" eran los determinantes últimos y absolutos de la naturaleza humana. Habla sub specie aeterni de un hombre "en sí", sobrepasando con ello el ámbito de observación concreta, explicación causal y objetividad científica, el ámbito presuntamente científico y racional de su propio análisis, y malogrando un tanto, así, la función ilustrada que, al modelo de Lessing, quería imprimir a su teoría como liberación y esclarecimiento racional de la conciencia. El tufo irracionalista que esto desgraciadamente deja es debido sólo a sus innecesarias pretensiones cientificistas. Los merecimientos del psicoanálisis no son precisamente científicos, ni necesitan serlo; quizá ni siquiera se hubiera planteado esta cuestión eterna a no ser por las pretensiones de Freud, que quiso entretejer todas sus novedosas ideas en un sistema al modelo de las grandes teorías científicas de siglo XIX. No lo necesitaba. Esa sistematicidad y cientificismo fueron sus taras. Con independencia de que hoy, o mañana, la ciencia neurológica le dé razón, o no, él hace un siglo forzó las cosas para que encajaran en su modelo. No se limitó a una descripción de los hechos, intentó dar una explicación causalista de ellos, un principio teórico único que lo llevara a la fama: el de la sexualidad, olvidando la diversidad de los traumas, la seducción y el contexto social en la histeria y neurosis. Todas las neurosis y angustias tenían una causa sexual, todos los sueños eran satisfacción de un deseo reprimido
... Ello le enfrentó a Breuer, a Adler, a Jung, a casi todos, pero sin ese imperialismo teórico Freud no hubiera sido Freud, se hubiera desvanecido.
Los planteamientos freudianos atraen, no predicen; convencen, no demuestran; ofrecen motivos, no causas. En ese sentido son estéticos, en general, y no científicos. La doctrina de Freud no sería, pues, una teoría científica, sino una especulación brillante, genial y atractiva por el poder de seducción de sus imágenes misteriosas, subterráneas, oscuras, dramáticas, en las que el analizado se siente como un personaje de la tragedia antigua, predeterminado por los hados desde su nacimiento y siempre en sus manos contradictorias y absurdas.
Pero poca falta hace la ciencia al psicoanálisis, tal como lo conocemos por ahora al menos, si, a pesar de toda su estética (o precisamente por ella), orienta de algún modo en la oscuridad del psiquismo, y cura, sobre todo, algunas de sus patologías. Si es que cura. Y si no cura, al menos abrió perspectivas de análisis del ser humano, inusitadas hace un siglo; y desde un talante liberador, antimetafísico, antirreligioso y antiidealista, que a pesar de su tendencia a la especulación, Freud, desde sus estudios con Brücke y sus contactos con el darwinismo, mantuvo toda su vida. Ya el supuesto fundamental de su primera y más grande obra, La interpretación de los sueños (1900), que el considerado sin-sentido puede ser sentido inconsciente, posibilita una ampliación radical de la experiencia sobre el ser humano. Y si en éste comprueba Freud el primado de lo inconsciente e irracional sobre lo racional, del impulso sobre el espíritu, si, en un nuevo giro copernicano, percibe que el hombre no sólo no ocupa el centro del universo sino que ni siquiera es dueño de sí mismo y de su propia conciencia, es algo que constata sin ilusión alguna.
De modo que, a pesar de todo,
Freud no fue el profeta del irracionalismo, sus teorías pueden interpretarse como semántica profunda de la racionalidad y a él mismo como un ilustrado autocrítico, que permaneció fiel al "Dios Logos". (Una vez dijo que la razón no es más que una lucecita, añadiendo: ¡pero maldito el que la apague!). Hay que reconocer la grandeza de Freud por el hecho, sobre todo, de haber iluminado fuerzas oscuras que limitan los poderes de la razón. Pero eso fue también un gran acto de ilustración. Mediante él liberó al siglo XX de la opresión e hipocresía victorianas, puso al descubierto los efectos patológicos de la represión sexual, la sexualidad infantil, los aspectos oscuros de un yo considerado puro, señor de sí mismo y del mundo, hasta entonces. Inventó un utillaje más o menos controlable científicamente para el viaje al interior, hasta entonces nada más que una veleidosa aventura metafísica o romántica. Enseñó que los síntomas neuróticos son representaciones de conflictos emocionales inconscientes e ideó métodos clínicos por los que los factores ocultos en la etiología de la enfermedad pueden salir a la luz. La comprensión de la cultura, del arte y de la religión es otra también después de él... Y, por lo demás, Freud se contentaba con poco: con hacer pasar al paciente de "una infelicidad patológica a una infelicidad normal".
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