Segunda mano
ESTA SEMANA, yo iba a escribir un artículo buenísimo. Normalmente, yo estos artículos es que ni los pienso. A la vista está. Tampoco es que mis compañeros se maten. A la vista está. Pero yo esta semana iba a tirar la casa por la ventana. Iba a hacer un despliegue de documentación apabullante. Incluso había hablado ya con mi compañero de página Antonio Martínez para que me dejara su espacio porque la documentación era tan vasta que se me salía por los bordes, como aquellos denterosos relojes de Dalí. Mi artículo iba a demostrar con datos, encuestas, variantes, y todo ese bullshit que emplean los expertos en ciencias sociales, que la sociedad americana está deshumanizada. Ya sé que muchos artículos tratan de eso en estos momentos de antiamericanismo rampante sin necesidad de dar el coñazo con datos, pero es que yo quería demostrarlo científicamente. Como dice mi admirado Arsuaga, el intelectual que hoy día ignore la ciencia es rematadamente inculto. Mi artículo iba a tratar de cómo los americanos, ese pueblo voluntarioso pero infantil, son incapaces de establecer relaciones de coqueteo en el trabajo o en la universidad previas a la ulterior relación sexual completa, en parte porque llevan años aleccionados con la idea de que cualquier insinuación es acoso sexual, de tal forma que los hombres se inhiben y las mujeres desesperan. Hay ya al menos una generación que no ha convivido con la costumbre de tomar el centro de trabajo como el sitio más adecuado para echarse novio/a. Ahora es una cosa oldfashion, antigüita, la historia típica de tus padres. Pero como el ser humano es gregario y necesita amar (como Ana y Johnny), todo ese batallón de corazones solitarios se ha lanzado en plancha a Internet, donde intentan encontrar a alguien con quien echar polvos ricos y matar el aburrimiento, por resumir en dos patadas la esencia del amor. Los datos sobre ese gran artículo que yo iba a escribir me los proporcionaba un reportaje exhaustivo de la revista Atlantic sobre el tema, y yo pensaba simplemente copiarlos. Iba a quedar chulísimo. La revista Atlantic hablaba de los sitios de Internet más fiables y profesionales para encontrar una pareja estable que sea de tu gusto y aportaba una entrevista con el genio creador de una de las compañías más prestigiosas, que tiene un equipo de psicólogos trabajando que han creado un test como de tres mil preguntas a fin de que cuando uno se encuentre físicamente con la pareja asignada tenga un porcentaje altísimo de acertar. Los americanos no quieren perder el tiempo, y si pagan a una compañía para que les busque un novio/a, quieren un servicio competente. Vayan todos mis respetos por las antiguas empresas de contactos, pero la verdad es que antes uno tenía la idea de que allí se dirigían sólo los desechos de tienta, imaginabas a los pretendientes en una cafetería rancia de formica y cristal color caramelo de aquellas que había detrás de la Gran Vía. Ahora no, en este país deshumanizado, esta forma rápida de tener una cita es un servicio, es utilizada por cualquiera. No siempre pagando, claro, el rollete internáutico está tan extendido que la gente (incluidas mis amigas) se anuncia en la Craigslist, que es como el Segunda Mano: ¿es que hay un término más atinado para cualquier ser humano que no sea virgen? El artículo que yo pensaba escribir venía a demostrar que si bien en España las páginas de contactos son numerosísimas y visitadísimas, la gente aún tiene otros medios de encontrar calor humano que el ciberespacio y, sobre todo, tiene a la familia, que te quiere mucho aunque tú no quieras. Siempre me gusta exponer mis teorías ante el público antes de escribirlas, así que hice lo propio con dos señoras de Cádiz a las que, por razones que no vienen al caso, estaba paseando por la ciudad de los rascacielos. Estábamos en un restaurante que hay en zona hispana. Me sentí inspirada por el cartel de la tienda que teníamos enfrente: "Supercarnicería Los Cuñados". Para empezar, les dije que un anglosajón sería incapaz de ponerle a una carnicería tan simpático nombre, dado que para el anglosajón un cuñado es ese tío que se casó con su hermana, a la que no ha visto desde que coincidieron hace años en el funeral del padre. "Qué vida más triste, sin cuñados...", dijeron al unísono las gaditanas. Luego les conté lo de la imposibilidad de encontrar novio aquí por cauces normales, les hablé de la eliminación del coqueteo y, por supuesto, de la prohibición del lanzamiento de tejos en horario laboral. Se me quedaron las dos mirando impertérritas. Yo atribuí su asombro al efecto que había causado mi descripción de tan deshumanizados contactos. Erré. Una de ellas (supera los sesenta) me contó que sus dos últimos ligues han surgido de Internet. Me contó que siempre les cita en El Corte Inglés de Felipe II y les pide que vayan de blanco. "¿Por qué?", pregunté. "Porque Felipe II es peatonal, de tal forma que mi cuñada, mi hija y una prima se colocan cada una en una esquina con el móvil esperando a ese tío de blanco, fácilmente identificable. Ellas estudian la pinta del tío. Si las tres me dan el visto bueno vía mensaje de texto, espero en la puerta; si me dicen que lo encuentran rarillo, me meto en El Corte Inglés, me pierdo entre los estantes y me compro algo para que se me pase la decepción, y así hasta el siguiente". "¿Y llevas muchos tíos de blanco?", pregunto. Ella responde: "Tres". "¿Por qué los has ido desechando?", pregunto. "Por distintas razones", dice, "el último porque roncaba, y a mi edad, a mí un tío no me quita el sueño". Fue entonces cuando pensé: "A tomar por saco el artículo". Ahora estoy pensando en otro sobre cómo las madres españolas son capaces de introducir el elemento familiar hasta en la Red. Son divinas, no me digas.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.