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Columna
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El día de los cuerpos

Hoy es el día de los cuerpos. Observaré cuerpos por la calle de Colón, que es la calle de los grandes almacenes y, a continuación, visitaré dos exposiciones de pintura dedicadas al cuerpo humano. Este es mi plan que arranca por la acera de los números impares desde el Corte Inglés mas próximo a la plaza de Toros, hasta el tercer Corte Inglés que desemboca en el Parterre.

Cuando yo era niño vivía en el número 74 de la calle de Colón, entonces una calle sin comercios salvo una sola pastelería cuyo dueño poseía un cuerpo inmenso que reposaba en una silla puesta en la acera, hiciera frío o calor. El gordísimo pastelero de la calle de Colón era un personaje muy popular. Pasabas por delante de su pastelería y casi siempre te regalaba un caramelo. En esta misma calle de Colón había una Casa de Socorro y cuando sonaba la sirena de la ambulancia, yo miraba por la ventana del cuarto piso y así veia los cuerpos de los heridos y el corro de curiosos que se formaba alrededor. Si me asomaba al patio interior de mi casa, y miraba hacia arriba, aparecía el cuerpo del pintor Francisco Lozano inclinado sobre un lienzo. Con los años aquél cuerpo fue adquiriendo peso y solemnidad, lo mismo que sus paisajes. Una noche pude ver al pintor cuando lo bajaban por el montacargas sentado en una silla para llevárselo urgentemente al hospital, donde sería operado de una úlcera de estómago. Transcurridos más de cincuenta años, recuerdo el cuerpo tembloroso del pintor descendiendo desde las alturas del arte hasta el dolor de la calle, y lo recuerdo como su mejor bodegón del sufrimiento humano.

Consuelo Ciscar se aproxima sonriente para saludarme con su bola de fuego en la cabeza

Por esta larga calle que hoy es un escaparate de lujo ininterrumpido pasaban en ambas direcciones los renqueantes tranvías, amarillos y azules. El número 5 lo llevaba el tranvía de circunvalación, y este mismo número lo ha heredado el autobús rojo que me conduce al IVAM.

A mi lado se ha sentado un hombre con un cuerpo deforme y tres dedos en cada mano. Esos únicos tres dedos, muy gruesos y además pegados por los nudillos, los maneja con bastante soltura. El descalabro producido por la máquina de la creación no parece intimidarlo. Al contrario. El hombre deforme lleva sus dedos aplastados en las manos mas que con dignidad con un desinterés asombroso. Cuando voy a bajar del bus me dirige una triste sonrisa de entendimiento.

En la terraza del IVAM plantaron diez esculturas del murciano Cristóbal Gabarrón (Mula, 1945), artista que trabaja el cuerpo humano en Nueva York, la ciudad donde ha triunfado. Los críticos, algunos de ellos relevantes, ven muchas cosas diferentes y contradictorias al describir los cuerpos descomunales de Gabarrón, seres en cierto modo inhumanos. Yo los contemplo como figuras aparatosas imaginadas en sueños. Como una especie de rascacielos en un Manhattan arrasado por la superficie pero que se extiende como el metro bajo tierra. Así, ya lo entiendo: todo ha sido visto por el artista desde el lugar del vacío intelectual, desde un espacio dedicado a las emociones desnudas. Y claro está, enseguida aparecen seres que fornican aterrados por sus propios órganos de placer. Otros ni siquiera disgustan al Vaticano ya que fueron crucificados y estos cuerpos humanos muestran dentaduras de animales rabiosos, o fueron ahorcados por la cresta, o por el pico, o por las patas. ¿Serán pájaros? ¿Pollos torturados por el granjero con un refinamiento inaudito? Apenas se pueden abarcar con una sola mirada estos lienzos no tanto por su tamaño como por su atrocidad. Hay que retroceder ante algunos de ellos, como hay que retroceder ante algunas páginas despiadadas de J.M. Coetzee. Hay que mirar dos o mas veces veces estos lienzos, de lejos y de cerca; hay que leer dos o mas veces algunos párrafos de Vida y época de Michael K, para sentir la compasión que a lo mejor nos está pidiendo el artista. "Lo primero que advirtió la comadrona en Michael K cuando lo ayudó a salir del vientre de su madre y entrar en el mundo fue su labio leporino". Es la primera frase de la novela. Y marca el tono, la urgencia, el horror de cuanto va a seguir. Releo, pues, esta frase, miro a continuación un cuerpo de Gabarrón, recuerdo las manos aplastadas del hombre del autobús, vuelvo a recordar el cuerpo retorcido del pintor Lozano en el montacargas, aparece otra vez el pastelero de la calle de Colón asfixiándose en sus propias grasas, y ahora todos los cuerpos de las maniquíes en los escaparates de la ciudad es aquí donde acuden, y aquí se desintegran unos detrás de otros.

Después hay un momento reservado para la anécdota. Ya estoy en la cafetería del museo y aparece un ser que a primera vista confundo con una de las diez esculturas de Gabarrón pintarrajeadas para el Descubrimiento, pero no es tal cosa y debo reaccionar ya que se trata del cuerpo de Consuelo Ciscar, directora del IVAM, quien se aproxima sonriente para saludarme con su bola de fuego en la cabeza, su almidonada cofia en llamas, sus pantalones rojos, toda ella como un extintor que me obliga a ponerme en pie, casi en guardia, como a un bombero en acto de servicio. Me tranquiliza ella misma con dos besos, consciente del impacto emocional que producen dispositivos cromáticos de esta naturaleza.

A las cinco de la tarde debo reunirme con María Gómez, una nueva pintora obsesionada también por el cuerpo humano. Es decir, obsesionada por el tiempo y -aunque no lo confiese- por la muerte. Su exposición se abre en el mismo Jardín Botánico. Antes debes pasar por debajo de un árbol enorme como un Goliat sin móvil en la oreja, y enseguida aparecen los cuerpos de María Gómez como si fueran madejas de lana de colores en proceso irreversible de convertirse en ovillos. Son cuerpos acrílicos y no de carne y hueso. Son paisajes corporales más que cuerpos oleosos. ¿Acaso puede ser de otro modo? ¿Puede llegar a ser enteramente humano un cuerpo acrílico? Pero los ojos de estas criaturas transmiten un sufrimiento casi animal. Incluso apacible, como si los seres ideados por la pintora ya hubieran muerto antes de nacer. Vuelvo a ver esta obra sin decir nada, sin oír nada ni leer nada sobre ella. Prefiero ver la exposición en silencio y también en soledad. Así la encuentro conmovedora.

www.ignaciocarrion.com

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