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Columna
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Extorsión y gasolina

Si la discusión en torno a la fecha de franqueo de un número indeterminado de cartas extorsionadoras enviadas a empresarios navarros despertó la inquietud -injustificada según el Gobierno- sobre la fiabilidad del alto el fuego de ETA referido al llamado impuesto revolucionario, los atentados incendiarios del sábado en Barañáin y del domingo en Getxo han hecho sonar las alarmas acerca de la simétrica amenaza de la kale borroka. El comunicado de ETA del 22 de marzo no aclara las dudas sobre el alcance de la tregua: mientras la versión castellana habla de "un alto el fuego permanente", abarcador en teoría del impuesto revolucionario y de la kale borroka, los textos redactados en euskera y en francés mencionan únicamente las "acciones armadas" y se prestan a una interpretación restrictiva.

Aunque los precedentes al respecto no sean demasiado alentadores, el pasado no prefigura necesariamente el futuro. La tregua declarada por ETA el 16 de septiembre de 1998, tras su acuerdo secreto con PNV y EA del mes agosto y el Pacto de Estella firmado por todas las fuerzas nacionalistas, había anunciado un alto el fuego "indefinido y total"; sin embargo, la banda siguió recurriendo a las extorsiones para financiar su infraestructura y ordenó la intensificación de los desórdenes callejeros a través de las organizaciones juveniles de su entramado social. Algunos dirigentes del PNV y de EA restaron importancia a las manifestaciones de ese terrorismo de baja intensidad sin muertos, supuestas travesuras de los chicos de la gasolina. El presidente Aznar, invitado de piedra a una tregua cocinada en secreto entre ETA y los partidos nacionalistas del Gobierno de Vitoria para excluir al PP y al PSOE de la vida pública vasca, envió candorosamente en mayo de 1999 a tres emisarios a parlamentar en Suiza con la dirección de la banda terrorista mientras la violenta infantería del nacionalismo radical multiplicaba sus fechorías.

Hay razones para suponer que el Gobierno de Zapatero ha sacado las oportunas lecciones de esa experiencia y no se dejará engañar como les sucedió en 1998 al PNV y al PP: la extorsión económica y la kale borroka forman parte de la estrategia de ETA y exigen un grado cero de tolerancia. Pero si el alto el fuego permanente fuese respetado en ambos terrenos por la organización terrorista y su brazo político, todavía quedaría la rueda loca de los activistas socializados por el nacionalismo radical en la cultura del odio y de la violencia, dispuestos a emular a sus maestros aunque sea al precio de desobedecerlos. ¿Se atreverán ETA y Batasuna, en tal caso, no sólo a condenar con la boca pequeña y reticente a sus airados hijos en rebeldía -tal y como hizo Joseba Permach anteayer- sino también a neutralizarlos de manera operativa? En cualquier caso, el atentado de Barañáin se halla cargado de implicaciones políticas inciertas; ese municipio cercano a Pamplona tiene una gobernabilidad complicada (hay ocho grupos en su Ayuntamiento) y está regido por un alcalde socialista con apoyo nacionalista. José Antonio Mendive, propietario de la ferretería incendiada, fue el cabeza de la lista electoral de Unión del Pueblo Navarro (la fuerza más votada en las urnas: siete concejales sobre un total de 21) y presentó sin éxito una moción de censura hace unos meses.

El atentado de Barañáin se sitúa bajo el sombrajo construido por el PP y el presidente de la Comunidad Autónoma con el propósito de dar verosimilitud a la supuesta existencia de un acuerdo secreto del Gobierno con el nacionalismo radical para forzar la incorporación de Navarra al País Vasco (o su anexión) mediante la puesta en marcha de la Declaración Transitoria Cuarta de la Constitución de 1978. Sin embargo, el único soporte de esa aventurada conjetura -presentada como una certeza indiscutible- es la fijación obsesiva de la izquierda abertzale con una Euskal Herria unificada y soberana. En esa perspectiva, el Viejo Reino desempeña para la mitología de la izquierda abertzale del siglo XXI las mismas funciones que el Señorío de Vizcaya ocupó dentro del nacionalismo del siglo XIX. Cuando Otegi sostiene retóricamente que Pamplona es "la Jerusalén de los vascos" no sólo evoca la cuestión palestina; a su juicio, el gran error de Sabino Arana fue "inventarse una bandera, un nombre y una patria" que ya existían: el antiguo reino medieval reconstruirá su identidad política cuando Navarra se convierta en "el eje vertebrador fundamental de un proyecto nacional vasco".

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