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Reportaje:LECTURA

"¡Nos atacan, nos atacan!"

La periodista italiana revive su secuestro y el tiroteo cuando era liberada en Bagdad

Varias sensaciones se entremezclan, todavía no consigo sentirme libre; me contagia la tensión, la inquietud de mis "liberadores": todavía no estamos a salvo, tenemos que llegar al aeropuerto. No consigo eliminar el terror acumulado durante el mes de reclusión y en la espera de hace un rato. Nicola Calipari, que se ha sentado en la parte de atrás del coche, cerca de mí para hacer que me sienta más segura, intenta hacerme sentir a gusto. Me ha hecho quitarme los algodones de los ojos y hasta la bufanda negra que me envolvía la cabeza, que siempre me ha agobiado. "Ahora eres libre", me repite intuyendo evidentemente que a mí me resulta difícil darme cuenta. Luego llama a su jefe, el director del SISMI, el general Pollari, y yo no sé decir nada más que "gracias". Me siento bien, pero, igual que en algunos momentos de mi reclusión, no me siento del todo bien, es como si todavía no consiguiera poner los pies en la tierra. Nicola intenta retomar línea con Italia para hacerme hablar con Pier o con Gabriele, quizá ahora ya han llegado al Palazzo Chigi... Pero no lo consigue y tira el teléfono sobre el asiento de delante mientras el chófer sigue telefoneando desde que hemos salido -no sé a quién- diciendo que estamos llegando al aeropuerto "los tres". Y cuando empiezo a darme cuenta de que ya no soy prisionera -el agente que está al volante, que conoce bien Bagdad, dice que faltan sólo 700 metros para el aeropuerto-, los repentinos disparos interrumpen todas mis emociones.

Es una sensación terrible que alguien se te muera encima; es como si también muriera una parte tuya. De hecho, después de toda esa lluvia de fuego no logro entender si estoy viva y creo estar muerta
La llegada a Italia estuvo marcada por el dolor de la muerte de Calipari. Una persona que conocí sólo durante veinte minutos, pero que enseguida me pareció extraordinaria
Si los soldados esperaban al convoy de Negroponte y, en cambio, vieron aparecer un coche iraquí, no se lo pensaron dos veces antes de disparar, como hacen siempre

"¡Nos atacan, nos atacan!", grita el agente, del que ni siquiera conozco el nombre. Pero, ¿quién nos ataca? Me pregunto: quién puede ser. A los secuestradores los hemos dejado atrás hace unos veinte minutos y no pueden habernos seguido, no podrían nunca llegar hasta esta zona, que está controlada por los americanos. Y no me puedo creer que sean justamente los americanos los que nos están ametrallando. Seguro que les avisaron de nuestra llegada; de hecho, lo confirmé en los días sucesivos. Pero sí, son ellos. Es el famoso "fuego amigo", cuyos efectos no son menos devastadores que el fuego enemigo. Mientras el chófer, que está hablando por teléfono con el general Pollari, sigue gritando que somos de la Embajada italiana, Calipari me tira para abajo, yo acabo encajada entre el asiento del chófer y el mío, y él me cubre con su cuerpo para protegerme. Los disparos llegan desde el lado derecho, donde está sentado él, junto con un haz de luz. A Calipari le deben de haber alcanzado enseguida porque ya no dice nada. Andrea Carpani -es el nombre del conductor, del que me enteré sólo al volver a Italia- grita y Nicola calla. Yo estoy aterrorizada mientras acribillan el coche con proyectiles. (...)

Cuando acaba el tiroteo, el agente que conduce baja del coche todavía hablando por teléfono y gritando: "¡Somos de la Embajada italiana!", mientras algunos soldados se le acercan y le rodean. Yo no consigo moverme, estoy paralizada, también es la angustia: ¿por qué Nicola no habla? No me atrevo a imaginar lo que ha pasado. Pero noto que su cuerpo se hace más pesado sobre el mío y cuando consigo moverlo siento un estertor. ¡Se está muriendo, ha muerto! ¡No! El hombre que me ha liberado ha muerto, y ha muerto para protegerme. Es como si mi libertad se hubiera acabado justo cuando iba a empezar. Todas las emociones se interrumpieron en ese momento. Es una sensación terrible que alguien se te muera encima, es como si también muriera una parte tuya. (...)

Entonces llegan los soldados que nos han disparado: abren la puerta del lado de Nicola, le levantan la cabeza. "¡Shit!", dice uno de ellos. Parecen sorprendidos, pero no asustados. Son jóvenes. Pero no deberían ser tan inexpertos si, como resultó después de la investigación, casi todos están graduados salvo dos que están especializados, una insólita composición para una patrulla de ese tipo.

Cuando ya han comprobado la muerte de Calipari vienen de mi lado para sacarme, yo no consigo moverme sola. Entonces me doy cuenta de que estoy herida; siento que chorrea la sangre, pero ni siquiera he sentido la bala que me ha atravesado el hombro izquierdo.

Tendida en el suelo

Y, sin embargo, era grande, calibre 7,62 milímetros (según el informe de la comisión militar), y además de llevárseme un trozo de músculo (el deltoides) dejándome un agujero de cuatro centímetros de diámetro, al pasar también me ha destrozado la cabeza del húmero y me ha llenado de esquirlas. Los soldados me sacan; me tumban en el suelo, sobre el empedrado, y empiezan a cortarme todo lo que llevo puesto -el abrigo, la camiseta, la blusa- para destapar la herida. Me quedo así en el suelo, con el torso desnudo, durante por lo menos un cuarto de hora hasta que llega un vehículo para llevarme al hospital. Estoy lejos de Andrea, que está encarando a los soldados que le rodean apuntándole con las armas. Desde el suelo veo a lo lejos (a unos diez o quizá veinte metros, fuera de la carretera, en el prado) el vehículo militar -un Humvee- desde donde nos han disparado. Un soldado se acerca, lleva una perfusión que intenta introducirme sin éxito en una vena del brazo derecho, el único que sirve. Después de romper varias venas, que me han dejado la mano y una parte del brazo llenos de hematomas durante varios días, renuncia. ("La aguja era demasiado gruesa", según leí en el informe). (...)

No estamos lejos de la zona internacional, y cuando llego al hospital militar americano me da la sensación de estar en el escenario de un capítulo de la teleserie Urgencias. No es la primera vez que en Irak me enfrento a una realidad que nada tiene que envidiarle a la ficción, pero ésta es la más dramática para mí. Pido enseguida que llamen al embajador italiano, que vive en la zona verde y no tarda mucho en llegar. Entonces me cubre un grupo de médicos y enfermeras, unos por un lado y otros por el otro. Una enfermera me quita la cadenita que me han regalado los secuestradores, me dan oxígeno; luego empiezan a hacerme las pruebas habituales, y en una radiografía se ve enseguida que el pulmón izquierdo se está colapsando. Dos esquirlas han alcanzado la pleura y el pulmón se ha retraído. ¡Por eso no consigo respirar! Me acosan con una avalancha de preguntas, y como el acento de algunos de ellos me resulta especialmente cerrado, no respondo de inmediato. ¡Entonces me traen a un médico que habla serbocroata! Pero luego se dan cuenta de que basta con hablar un poco más despacio para hacerse entender, porque, además, yo estoy conmocionada. Se aseguran de que no haya contraindicaciones para aplicarme la anestesia total. Pero antes me dejan ver al embajador Gianludovico de Martino, que me hace hablar por teléfono con Gianni Letta, subsecretario en la Presidencia del Consejo. (...)

Me despierto de la anestesia en una sala de reanimación: estoy sentada en la cama, y así es como tendré que dormir durante casi un mes a causa del drenaje que me absorbe el líquido del pulmón. (...)

Me han dicho que vendrían a buscarme a las 5.00, pero las horas se hacen eternas en esa posición incómoda, con dolores en todas partes. No tengo ninguna percepción del tiempo, sin ni siquiera un reloj. Aunque debería estar acostumbrada. Siento un trasiego. Primero llega el embajador con algunos agentes, me dice que Pier está en el aeropuerto. Yo no me imagino que haya venido hasta Bagdad (será en el aeropuerto de Roma, pienso), así que cuando llega con el resto de agentes que me llevarán a Italia me quedo verdaderamente sorprendida. ¡Por fin una linda sorpresa! Aunque en esas condiciones ni siquiera consigo manifestar mi alegría.

Los preparativos para mi partida son lentos: dada mi precaria situación, ya había un médico americano preparado para acompañarme (y no creo que le molestara dar una vuelta hasta Italia y salir de la pesadilla de Bagdad, por lo que entendí), pero el equipo que llegó de Italia incluía a un médico, así que el americano tuvo que aplazar el viaje. Por fin, todo está listo; son las 5.30, sólo me queda firmar el resguardo para recuperar los pocos bienes que tenía en el momento del tiroteo y que fueron recogidos por los soldados, además de la cadenita de oro, que me quitaron la noche anterior y que ya no aparece. Les digo que la busquen. ¿Por qué iba a dejársela a los americanos? Es más que nada un pundonor... En un momento dado me parece oír una voz que dice que la ha encontrado, pero en la lista no está y tampoco en la bolsa de plástico, una de esas negras para basura, donde lo han tirado todo en desorden: el bolso, los pantalones, los zapatos, el estuche rojo con el corazoncito que contenía la cadenita, etcétera. También falta la bufanda negra, que se había convertido un poco en mi mantita protectora. Y eso sí que me sabe muy mal. En cambio, la cadenita la encontré luego, gracias a un "chivatazo", al volver a casa, escondida dentro del zapato que no había vuelto a usar desde entonces.

Después del traslado en helicóptero al aeropuerto, a las 7.00, despegue. Esta vez Bagdad se aleja de verdad, aunque yo ni siquiera puedo levantarme para mirar por la ventanilla, ya que estoy acomodada al final del avión de la Presidencia del Consejo, bloqueada por el aparato de drenaje, y cada movimiento me provoca el vómito. Por lo demás, estoy bastante acostumbrada a los aterrizajes y despegues de Bagdad, que son muy especiales a causa de los ataques. (...)

Bajo deshecha en Roma, pero por fin estoy en casa, aunque en realidad no puse un pie en mi casa hasta que pasaron las tres semanas que estuve en el hospital militar del Celio. El Celio era una novedad. Primero me dijeron que me llevarían al hospital Gemelli, pero la coincidencia con el ingreso del Papa seguramente hubiera sobrecargado el hospital de tensión mediática. Del Celio había oído hablar a algunos amigos que habían pasado por allí durante el servicio militar, hace muchos años, y que conservaban un buen recuerdo. Pero, sobre todo, que me ingresaran en un hospital militar me parecía poco adecuado para una pacifista. Aunque también pensaba que debía ser el lugar más equipado para curar heridas por arma de fuego. (...)

Vuelta a Italia

La llegada a Italia estuvo marcada por el dolor de la muerte de Calipari. Una persona que conocí sólo durante veinte minutos, pero que enseguida me pareció extraordinaria. Y pude comprobarlo en Italia, sobre todo a través de Gabriele y Pier, que habían coincidido con él durante mi secuestro; de su mujer, Rosa; de sus compañeros de trabajo. Pero también a través de quien lo había conocido antes, sobre todo cuando trabajaba en la oficina de inmigración. Tanto es así que en Italia fue considerado enseguida un "héroe" nacional, y no sólo por las autoridades, sino por la gente de la calle. No me gustan las definiciones retóricas, pero está claro que Calipari y sus compañeros me dieron otra visión de los que se sienten "servidores del Estado", aunque ni siquiera esta definición es del todo feliz. En cualquier caso, una persona como Calipari no puede morir impunemente sin que se haga lo posible por descubrir la verdad sobre lo que ocurrió aquella noche del 4 de marzo en Bagdad, como lo ha solicitado hasta el presidente de la República, Carlo Azeglio Ciampi. (...)

Tras las contrastantes versiones de los hechos, la investigación militar americana concluyó -como era de prever- con la absolución total de los militares que dispararon, y Estados Unidos archivó el caso Calipari. La versión de los militares estadounidenses fue que el coche en el que viajábamos iba demasiado rápido (a 70 u 80 kilómetros por hora), que no se detuvo ante las repetidas señales (de palabra, con las luces y con disparos al aire) y que se vieron obligados a disparar para detenerlo. La de los dos testigos italianos (el agente Carpani y yo, que coinciden sustancialmente aunque nunca hayamos hablado) sostiene que el coche no iba en absoluto rápido (a 40 o 50 kilómetros por hora), que no hubo ningún preaviso para que nos detuviéramos, que el coche fue iluminado al mismo tiempo que llegaron los proyectiles, y fue alcanzado desde la derecha a la altura de los pasajeros, y no del motor, donde sólo llegó un tiro, o de las ruedas para detenerlo.

Esta versión fue apoyada por el Gobierno italiano; para ser más precisos, por el ministro de Exteriores, Gianfranco Fini, cuando informó a la Cámara de lo ocurrido. La postura del Gobierno italiano ha inducido a los americanos, que ya habían liquidado la cuestión como un banal "accidente", a nombrar una comisión militar de investigación que incluía -hecho excepcional- a dos representantes italianos, el consejero diplomático del Palazzo Chigi, el embajador Cesare Ragaglini, y el general del SISMI, Pierluigi Campregher (que fueron relegados al rango de simples observadores, dado que ni siquiera podían intervenir de forma directa en los interrogatorios). Además, cuando los dos italianos llegaron a Bagdad (el 12 de marzo), todas las pruebas del lugar del tiroteo habían sido borradas: habían apartado el coche y las balas porque, según dijeron los americanos, ¡podrían haber agujereado las ruedas de los vehículos militares! Yo fui interrogada dos veces por la comisión dirigida por Peter Vangjel -una vez por escrito y la otra por teleconferencia con Bagdad- sin que mi testimonio fuera tomado en consideración. Lo único que me pareció que le preocupaba al general era la coincidencia de mi testimonio con el del agente del SISMI. Y es probable que por eso en el informe americano sólo citen el del agente, que no podía ser ignorado. La comisión, nombrada el 8 de marzo, concluyó su trabajo con un informe que se hizo público el 30 de abril de 2005, pero que no fue aceptado por los dos representantes italianos, que redactaron otro completamente distinto. De hecho, los americanos confirman su versión -a pesar de las declaraciones a menudo contradictorias de los soldados que formaban parte del puesto de control móvil- y exculpan totalmente al único militar que, según la versión norteamericana, disparó. (...)

El embajador Negroponte

Más allá de las afirmaciones de los soldados que dicen haber señalado su presencia y la petición de que nos detuviéramos con señalizaciones visuales o disparando al aire, etcétera (cosa absolutamente falsa), un hecho que resulta de ambos informes, el americano y el italiano, es especialmente inquietante: el comandante de la patrulla móvil, el capitán Drew, solicita varias veces al TOC (Tactical Operation Centre) del Batallón de Infantería, al principio desde poco antes de las ocho y luego a intervalos de pocos minutos, si puede desmovilizar el puesto de control 541. "El capitán comandante de la compañía declaró que estaba preocupado por el hecho de que, si dejaba a sus soldados en una posición estática durante más de quince minutos, los habría expuesto a posibles ataques", se lee en los informes (americano e italiano). Pero en todo momento le dicen que debe mantener la posición hasta que, en la última llamada, la séptima en media hora, entre las ocho y las ocho y media, no sólo le dicen que no se desmovilice, sino que le contestan: "La División C ha indicado que no hay que desplazarse del puesto del control, ya que el convoy pasará por la Route Irish dentro de unos veinte minutos". El convoy al que se hace referencia -se supo tras conocerse las omisis- es el de Negroponte.

El antiguo embajador americano en Bagdad no se movía nunca si no era en helicóptero, y hasta tenía miedo de salir de su palacio, que había sido de Sadam, aunque sólo fuera para hacer una foto, según me contó un amigo fotógrafo. Y aquella noche, como no podía utilizar el helicóptero por el mal tiempo, había decidido ir por tierra a una cena en Camp Victory y, para poder hacerlo, bloqueó durante largo rato la carretera por la que nosotros pasamos. Pero cuando nosotros llegamos ya habían quitado el bloqueo porque Negroponte ya había llegado a destino. "El convoy VIP salió de la zona internacional con cuatro Humvee alrededor de las 19.45. Llegó a la entrada de Camp Victory a las 20.10. El convoy llegó a destino a Camp Victory a las 20.20", según se lee en el informe estadounidense, pasando por otra carretera, y volvió en helicóptero, dado que ya no llovía. Todas las informaciones fueron transmitidas por la escolta de Negroponte. Pero "no hay pruebas que indiquen que el Batallón de Infantería haya transmitido las informaciones relativas a los horarios de salida y llegada del VIP a otras unidades", advierte el informe italiano. Además, a las 20.30, el agente que conducía nuestro coche ya le había comunicado al oficial de enlace italiano, el general Mario Marioli, vicecomandante del cuerpo de la armada multinacional, en contacto permanente con su adjunto americano, el capitán Green, que estábamos llegando y, mira qué casualidad, llegamos justamente "casi 20 minutos" después de la última comunicación al capitán Drew. ¿Por qué? ¿Acaso el jefe de la división podía ignorar que Negroponte ya había llegado a destino? Seguro que no podía tener la información de que iba a pasar a las 20.50 por la Irish Route porque era falsa. Entonces, ¿por qué una información falsa llegó hasta el comandante de la patrulla móvil?, y ¿cuál pudo ser el efecto? Suponiendo que no sirviera de tapadera de algo que no sabemos, y probablemente no sepamos nunca, por lo menos estas falsas informaciones sirvieron para crear un clima en el que el "accidente" parecía casi inevitable. Porque si los soldados, sometidos a estrés desde hacía mucho tiempo, esperaban justo en ese momento al convoy de Negroponte y en cambio vieron aparecer un coche iraquí, no se lo pensaron dos veces antes de disparar, sin avisar ni comprobar nada, como hacen siempre.

"Misiones" no codificadas

De esos "puestos de control" ni siquiera se conocen las normas de reclutamiento, porque se trata de "misiones" no codificadas y, por tanto, sin "disposiciones escritas". (...) La justificación por la falta de señalización de aquel BP541, por parte del oficial estadounidense responsable, es cuanto menos patética: de todos modos, los pasajeros del coche no hubieran entendido el significado de los eventuales carteles, ya que están escritos en árabe y en inglés (del tipo: stop, slow down y danger). Y, sin embargo, los carteles de aquella unidad no estaban disponibles porque "desde hacía algunas semanas estaban en manos de 'técnicos' que habían tenido que cubrir algunas partes consideradas ofensivas para los civiles". Aunque a la pregunta específica sobre su consideración hacia la seguridad de los civiles, el vicecomandante del dispositivo contestó: "Todo es peligroso en Irak". (...)

Giuliana Sgrena, a su llegada al aeropuerto romano de Ciampino, tras ser liberada de su secuestro en Irak.
Giuliana Sgrena, a su llegada al aeropuerto romano de Ciampino, tras ser liberada de su secuestro en Irak.AP

Giuliana Sgrena

'Fuego amigo' es el relato de las vivencias como corresponsal de guerra de la periodista italiana de 'Il Manifesto'. Secuestrada durante un mes en Irak y tiroteada tras su liberación el 4 de marzo de 2005 por soldados norteamericanos, en una acción en la que perdió la vida el agente italiano Nicola Calipari, en este extracto del capítulo 'El accidente' narra su versión de aquellos acontecimientos. Editado por Península, saldrá a la calle en mayo.

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