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Columna
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En el pliegue

El pasado lunes, un joven ucraniano moría asesinado a doscientos metros de mi casa. Su presunto asesino, detenido horas más tarde en otro barrio de la ciudad y también ucraniano, le asestó dos puñaladas que hicieron inútil todo intento de reanimación por los equipos médicos. Eran las cuatro de la tarde y hacía un día espléndido. La ciudad, San Sebastián, se hallaba repleta de turistas, con los hoteles llenos. Los días previos las procesiones habían estado concurridísimas, y la víspera los derechos históricos habían vuelto a ser paseados en andas. Treinta años de insania parecían haberse evaporado dejando paso en su lugar al vuelo de las palomas. Como en tiempos remotos, un cura irlandés venía a evangelizarnos, esta vez desde los periódicos. Todo parecía regresar a los tiempos de María Santísima y todos los demonios esfumarse en boca de los ángeles. Los políticos se estremecían, tomando posiciones sobre el vértigo de un drama que no habría existido si no lo necesitaran como argumento. Maravilloso país. Si no me dolieran las heridas pensaría que no existe. A quién tengo que demandar para que me devuelvan mi tiempo, tras comprobar que todo vuelve a ser como era, como si entretanto no hubiera ocurrido nada. Eterno país: curas, procesiones, turistas y políticos que silban al alba mientras parecen preguntar quién ha sido. Pues bien, han sido los de siempre: los cojos, los tullidos, los que han sentido el frío en la nuca. Los otros, sobre todo los curas, siempre han estado batallando por la paz, pese a todos los obstáculos que les oponían, especialmente los muertos. Si no se les veía en esa tarea, era porque no vestían sotana.

Eterno país: curas, procesiones, turistas y políticos que silban al alba mientras parecen preguntar quién ha sido

Y en medio de ese pliegue, de ese retorno de lo mismo, un joven ucraniano es asesinado a plena luz del día en una calle de San Sebastián. A escasos metros del llamado parque de los institutos. Conozco bien el lugar y es zona frecuentada por desarraigados, habitualmente inmigrantes. Se trata de un parque urbano, recoleto y frondoso, y aprovechan sus bancos para dormir y la discreción del lugar para pasar el día. A veces se los ve en plena tertulia en torno a alguno de los bancos y el sonido de fondo de una radio otorga un ambiente familiar a la escena. Acostumbran pedir un cigarrillo al que pasa, rara vez dinero, y supongo que sus comentarios se encenderán cuando quien pasa es una mujer, pues los concurrentes suelen ser hombres. En sus circunstancias, cualquier nimiedad podrá derivar en reyerta, y aunque aún se ignoren los motivos del reciente asesinato, o al menos no se hayan hecho públicos, no es preciso recurrir a ningún gran relato para hacerlo verosímil. Hoy aquí y mañana allá, desarraigados, quizá formarán parte de ese colectivo que está fuera de todo censo y cuyo peregrinaje humano les hace difícil integrarse en ningún lugar. Pues hay inmigrantes e inmigrantes, e ignoro cómo se los recoge en las estadísticas. Lo veo en mi propio barrio, cuyo habitual perfil VASC empieza a colorearse. Comparto cafetería con un grupo de inmigrantes rumanos que pagan su desayuno llenando la barra con las monedas que han recogido mendigando la víspera. Y comparto escalera con inmigrantes asentados.

Mi muy joven amiga L., donostiarra y VASC, me suele decir que San Sebastián no es lo que parece. Es bastante fantasiosa y acostumbro a no hacerle mucho caso. Le gustan los grupos japoneses con nombre francés y, aunque no se lo digo, ella misma está cogiendo aspecto de japonesa afincada en el Périgord. Sus historias no suelen referirse a inmigrantes, sino a la autoctonía más emperifollada. Me habla de amigas que sustraen cosas para venderlas en el mercadillo y financiarse sus vicios, de jóvenes cachorros con navaja oculta en la bota, de agresiones variopintas por parte de mocosos que apenas levantan dos palmos.

Su amigo M., también VASC, al enterarse del asesinato del ucraniano exclama: "¡Bua, cómo anda la peña de colgada!" Sugiero diversas explicaciones al suceso, pero me las rechazan. Las cosas ocurren, y para ellos no existe el why. Nada les sorprende. Y a mí me consideran un político. Sí, dicen, alguien que siempre trata de dar explicaciones, aunque no tenga ni idea de lo que ha ocurrido. Y las explicaciones siempre son las mismas, o parecidas, señalan. Me sorprende su aparente tranquilidad ante ese mundo fantasmagórico del que me hablan, en el que los hechos, incluso los más desagradables, florecen como las plantas. Me digo que quizá todo se deba a que la realidad les aburre y prefieren inventársela. Lo pienso mientras releo a Samuel Beckett, mi particular evangelizador irlandés, en su centenario: "Dan a luz a caballo sobre una tumba, el día brilla por un instante, y, después, de nuevo la noche". Bueno, es Beckett.

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