El Caimán
Hace apenas un mes llegó a las pantallas italianas El Caimán, última película de Nanni Moretti, cuyas imágenes reflejan los preparativos de un documental biográfico sobre Silvio Berlusconi. Por lo que toca a la línea central del argumento, el resultado no es muy estimulante. Las idas y venidas del histriónico director del futuro filme sirven sólo para que el espectador evoque con nostalgia la era de los grandes protagonistas de aquel cine italiano empapado de humor amargo. Tiempo de los Mastroianni, Tognazzi, Gassmann o Manfredi. El interés del filme se centra en los fogonazos que muestran secuencias especialmente representativas de la biografía del Caimán, interpretado de modo sucesivo por tres actores, incluido el propio Moretti, con el complemento de secuencias estrictamente documentales. En ellas, Berlusconi despliega toda su ferocidad, sea en los desplantes ante los jueces, sea al insultar a un diputado socialdemócrata alemán en el Parlamento Europeo, valiéndose de su posición de preeminencia institucional. Y siempre con un estilo a mitad de camino entre los ademanes de un chulo de piel estirada y las tretas del jugador de ventaja. No obstante, la triste constatación es que, a excepción de Moretti, un Berlusconi postrero con quien no tiene el menor parecido físico, los otros dos actores son literalmente devorados como tales por el reptil milanés. Claro que esos minutos finales valen por todo lo demás y por desgracia han adquirido un valor profético. Al borde de la derrota, el Caimán interpretado por Moretti explota de ira y prefiere que todo arda a aceptarla. El político desaparece y cede paso a una fiera dispuesta a destruirlo todo con tal de no perder.
El fondo del problema no reside, pues, en que las recientes elecciones hayan fijado la imagen de dos Italias enfrentadas a muerte y con pareja bolsa de votos. Por encima de esa fractura se halla el tipo de política mediante el cual Berlusconi trata de llevar a los heterogéneos componentes de la derecha italiana hacia una posición de monopolio indiscutido de poder. En su saco caben todos, desde los ex fascistas razonables de Gianfranco Fini y los residuos de la democracia cristiana a los fachas sin máscara de Fiamma Tricolore, unos tipos que dan miedo, o a la nostalgia del linaje mussoliniano encarnado por la nieta del Duce, cuyos desnudos de juventud hoy en la Red hacían palidecer la belleza de su pariente Sofía Loren. Entre la Fiamma y Sandra Mussolini, han aportado a Berlusconi medio millón de votos. Conviene no olvidarlo cuando se contemplan las recientes elecciones a modo de simple enfrentamiento entre centro-derecha y centro-izquierda. En primer plano se encuentra el evidente propósito de Berlusconi de impedir a toda costa la alternancia en el poder, aun cuando sobren las razones para el cambio. Algo de economía pública debe saber nuestro hombre, aunque evidentemente sus intereses son privados, y con ello parecería encontrarse obligado a reconocer el pésimo resultado de su gestión en el último quinquenio. Pero como en el antiguo lenguaje del tiempo fascista, "Se ne frega". "No importa", que decían los de aquí. Su control de los medios de comunicación le permitió enmascarar el balance negativo tras una máscara permanente de propaganda y de descalificación de sus oponentes, sin réplica posible, hasta que se ha visto forzado a la pars conditio en periodo electoral. Llegó entonces el momento de exhibir su prepotencia agresiva, contra los empresarios, los periodistas, los magistrados, sin olvidar a los votantes de la oposición calificados en su totalidad de coglioni. Ante un despliegue similar de demagogia posfascista, de nada vale trivializar con un "todos somos coglioni". El insultado se traga así el insulto. Berlusconi pone al adversario en el escenario de una riña de taberna, donde el ofendido pudiera responderle con gesto de desprecio: "¡Y tú eres un trilero y un finocchio!". Pero entonces, ¿qué queda de los usos democráticos?Curiosamente, la conducta de Berlusconi, el paso del poder económico al político para resolver los problemas del primero, cuenta con antecedentes ilustres en la historia de Italia. Ya en la edad dorada de la Florencia de los Medici, la mala situación financiera habría impulsado a Lorenzo el Magnífico a apretarle las tuercas a la Administración de la ciudad, para obtener así los fondos del sector público, iniciando el tránsito del stato como posición económica al stato como poder político alcanzado por un individuo o una familia. Al modo de nuestro fingido Cavaliere, el cittadino eminente que fue Lorenzo se ocupó más de presidir la manipulación de los mecanismos del poder de cara a falsear las elecciones que de ejercer el buen gobierno. Llegados aquí, la comparación termina, aun cuando Berlusconi haya manifestado más de una vez su interés por el Renacimiento y concretamente por la utopía. El episodio sirve de paso para apreciar la catadura del personaje. En los años ochenta, Berlusconi llegó a firmar el prólogo y la traducción de una edición de la Utopía, de Tomás Moro. Único inconveniente: ambas eran en realidad obra del gran historiador turinés Luigi Firpo. Al verse descubierto, nuestro "caballero" se deshizo en disculpas, atenciones e intentos de soborno al matrimonio Firpo. "¡Por caridad, profesor, no me arruine!", rezaba la nota autógrafa que publicó en facsímil el mes pasado La Repubblica. Se humilló, pero logró evitar la denuncia.
Ahora la cosa es más seria. Berlusconi trata de darle la vuelta al resultado de unas elecciones cuyas reglas de juego alteró una y otra vez. La democracia es para él instrumento de su propio poder personal, o le resulta inútil y perjudicial, por lo cual le resulta lícito utilizar todos los medios con tal de anular un resultado electoral desfavorable. La dignidad de las instituciones le es indiferente. No sabe y no puede perder.
Berlusconi, versión en grande de nuestro Jesús Gil, entró en la escena pública a favor de un periodo de corrupción generalizada, que le permitió una fabulosa acumulación de capital, así como de poder mediante el control de sus tres televisiones privadas. Tuvo la suerte adicional de que la crisis de régimen provocada en 1992, precisamente por el descubrimiento de esa misma corrupción en su vertiente política, le abrió las puertas para ocupar el puesto vacante en el liderazgo de una derecha que venía gobernando Italia desde 1945. De oca a oca, y tiro porque me toca, con la circunstancia agravante de que el estilo político de Berlusconi auguraba algo peor que la continuidad con el malgobierno precedente. Del mismo modo que desde las cadenas de Mediaset había degradado la información, ahora pondrá todos sus recursos al servicio de una degradación de la vida política, más o menos encubierta según lo aconsejaran las circunstancias. En ese empeño, le favorece la supervivencia en la mentalidad italiana de la imagen positiva del personaje autoritario, dispuesto a imponer su voluntad a las masas, así como a despreciar y aplastar al oponente. En una palabra, el legado del Duce en el imaginario de la derecha. Alzado sobre esa atalaya, la política se convierte para Berlusconi en marketing donde cuenta más destruir la imagen del competidor, utilizando una y otra vez el espantajo del ya desaparecido comunismo, que de dar contenido a los propios eslóganes (recordemos el pronto olvidado "contrato con los italianos", de las elecciones de 2001). Cuanto sucede es, por otra parte, el desenlace lógico del fracaso que el asesinato de Aldo Moro representó en su día para la larga marcha hacia la regeneración política y moral impulsada por Enrico Berlinguer desde el PCI. Por las grietas del Estado de derecho, las formas de enriquecimiento que el "caballero" preside y encarna se filtraron hasta hacerse con el control de ese mismo Estado en exclusivo beneficio propio. Nada tiene de extraño que el ascenso irresistible de El Caimán desemboque en un enfrentamiento abierto con el sistema democrático.
Antonio Elorza es catedrático de Ciencia Política.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.